El labrador y la serpiente

En una ocasión el hijo de un labrador dio un fuerte golpe a una serpiente, la que lo mordió y envenenado muere. El padre, presa del dolor persigue a la serpiente con un hacha y le corta la cola. Más tarde el hombre pretende hacer las paces con la serpiente y ésta le contesta "en vano trabajas, buen hombre, porque entre nosotros no puede haber ya amistad, pues mientras yo me viere sin cola y tú a tu hijo en el sepulcro, no es posible que ninguno de los dos tenga el ánimo tranquilo".

Mientras dura la memoria de las injurias, es casi imposible desvanecer los odios.

Esopo

sábado, 23 de julio de 2022

 LAS MISERIAS DEL HISTORICISMO (V)

KARL POPPER


Título original: The Poverty of Historicism

Karl R. Popper, 1957

Traducción: Pedro Schwartz


IV. CRÍTICA DE LAS DOCTRINAS PRONATURALISTAS

 

27. ¿Existe una ley de la evolución? Leyes y tendencias

Las doctrinas del historicismo que he llamado pronaturalistas tienen mucho en común con   sus    doctrinas antinaturalistas. Están, por ejemplo, influidas por el pensamiento holístico y         nacen de una mala comprensión de los métodos de las ciencias naturales. Como representan un esfuerzo mal dirigido para copiar esos métodos, pueden ser descritas como «cientifistas» (en el sentido del profesor Hayek)[1]. Son tan características del pensamiento historicista como sus doctrinas antinaturalistas, y quizá aún más importantes. La creencia, en especial, de que es la tarea de las ciencias sociales el poner al descubierto la ley de evolución de la sociedad para poder predecir su futuro (una opinión expuesta anteriormente en las secciones 14 a 17), podría quizá describirse como la doctrina historicista central. Pues es este concepto de una sociedad que se mueve a través de una serie de períodos el  que  da lugar, por una parte, al contraste entre  un mundo social cambiante y un mundo físico que no cambia, y de ahí el antinaturalismo. Por otra parte,  es el mismo concepto el que da lugar a la creencia pronaturalista —y cientifista— en las llamadas «leyes naturales de sucesión»: una creencia que en los días de Comte y Mill podía afirmar que estaba apoyada por las predicciones a largo plazo de la astronomía y, más recientemente, por el darwinismo. En efecto, la reciente boga del historicismo podría considerarse meramente como una parte de la boga del evolucionismo; una filosofía que debe su influencia, en gran parte, a un choque algo sensacionalista de una brillante hipótesis concerniente a la historia de varias especies de plantas y animales sobre la tierra contra una teoría metafísica más vieja, que incidentalmente formaba parte de una creencia religiosa[2].

Lo  que llamamos hipótesis evolucionista es una explicación de un tropel de observaciones biológicas y paleontológicas—por ejemplo, ciertas semejanzas entre varias especies y géneros—por la suposición de una ascendencia común consistente en formas relacionadas con las actuales[3]. Esta hipótesis no es una ley universal, aunque algunas leyes universales de la naturaleza, como las leyes de la herencia, la segregación y la mutación, entren junto con esa hipótesis en la explicación. Tiene más bien el carácter de una proposición histórica particular (singular o específica). (Es de la misma naturaleza que la proposición histórica: «Charles Darwin y Francis Galton tenían un abuelo común»). El que la hipótesis evolucionista no sea una ley universal de la naturaleza,[4] sino una proposición histórica particular (o más precisamente, singular) sobre la ascendencia de un número de plantas y animales terrestres queda algo oscurecido por el hecho de que el término «hipótesis» se usa tan a menudo para caracterizar leyes universales de la Naturaleza. Pero no deberíamos olvidar que usamos frecuentemente este término en un sentido diferente. Por ejemplo, sería indudablemente correcto el describir un diagnóstico médico provisional como una hipótesis, aunque esta hipótesis tenga carácter histórico y singular más que carácter de ley universal. En otras palabras, el hecho de que todas las leyes de la Naturaleza sean hipótesis, no debe distraer nuestra atención del hecho de que no todas las hipótesis son leyes y de que las hipótesis históricas, más especialmente, son por regla general, proposiciones no universales, sino singulares, sobre un acontecimiento individual  un número determinado de tales acontecimientos.

Pero ¿es que puede haber una ley de la  evolución? ¿Puede haber una ley científica en el sentido que quería T. H. Huxley al escribir: «… tiene que ser filósofo a medias aquel que…dude de que la ciencia, más tarde  o más temprano…,descubrirá la ley de la evolución de las formas  orgánicas del orden invariable de esa gran cadena de causas y efectos cuyos eslabones son todas las formas orgánicas, antiguas o modernas…»?[5]

Creo que la contestación a esa pregunta tiene que ser «No» y que la búsqueda de una ley que determine el «orden invariable» de la evolución no puede de ninguna forma caer dentro del campo del método científico, ya sea en biología ya en sociología. Mis razones para ello son muy simples. La evolución de la vida sobre la tierra o la de la sociedad humana, es un proceso histórico único. Este proceso, sin duda, tiene lugar de acuerdo con toda clase de leyes causales, por ejemplo, las leyes de la mecánica, de la química, de la herencia y segregación, de la selección natural,  etc. Su descripción, sin embargo, no es una ley, sino sólo una proposición histórica singular. Las leyes universales hacen afirmaciones que, según lo expresa el mismo Huxley, conciernen a algún orden invariable: es decir, que conciernen a todos los procesos de una cierta clase, y aunque no haya ninguna razón por la que la observación de un solo proceso no nos deba incitar a la formulación de una ley natural, ni hay razón, si tenemos suerte, por la que no podamos incluso dar con la verdad, es claro que cualquier ley formulada de esta u otra forma tiene que ser experimentada por medio de nuevos casos antes de que pueda ser tomada en serio por la ciencia. Pero no podemos esperar experimentar una hipótesis universal ni encontrar una ley natural aceptable para la ciencia si siempre nos vemos reducidos a la observación de un proceso único. Ni tampoco puede la observación de ese único proceso permitirnos el prever su desarrollo futuro. La más cuidadosa observación de una oruga en desarrollo no nos ayudará a predecir su transformación en mariposa. Aplicado a la historia de la sociedad humana —y esto de lo que nos ocupamos principalmente aquí— nuestro argumento ha sido formulado por H.A.L. Fisher con estas palabras: «Los hombres…han sabido discernir en la historia una trama, un ritmo, un patrón predeterminado… Yo sólo puedo ver un acontecimiento a continuación de otro…, un solo gran acontecimiento, con respecto al cual, como es único, no puede haber generalizaciones…»[6]

¿Cómo se puede contestar a esta  objeción? Dos posiciones principales pueden ser adoptadas por       los que creen en una ley de la evolución. Pueden: a) negar nuestra afirmación de que el proceso evolucionario es único, o b) mantener que en un proceso evolucionario, aunque sea único, es posible discernir una tendencia o dirección y que es posible formular una hipótesis que  exprese esta tendencia y poner a prueba esta hipótesis con la experiencia futura. Las dos posiciones, a) y b), no se excluyen la una a la otra.

La posición a) se remonta a una idea de  gran  antigüedad: la idea de que el ciclo de vida de nacimiento, niñez, juventud, madurez, vejez y muerte se aplica no sólo a animales y plantas individuales, sino también a sociedades, razas y aun quizá al «mundo entero». Esta antigua doctrina fue usada por Platón en su interpretación de la decadencia  de las ciudades-estado griegas y del Imperio Persa[7]. Un uso semejante de ella ha sido hecho por Maquiavelo, Vico, Spengler y recientemente por el profesor Toynbee en su imponente Estudio de la Historia. Desde el punto de vista de esta doctrina, la historia se repite y las leyes del ciclo de vida de las civilizaciones, por ejemplo, pueden ser estudiadas de la misma forma que estudiamos el ciclo vital de una determinada especie animal[8]. Como consecuencia de esta doctrina, aunque de una forma que sus inventores difícilmente podían prever, nuestra objeción, basada en la unicidad del proceso evolucionaría o histórico, pierde su fuerza. No tengo la intención de negar (ni la tenía, estoy seguro, el profesor Fisher en el pasaje citado) que la historia pueda quizá repetirse en ciertos aspectos ni que el paralelo entre ciertos tipos de acontecimientos históricos, como el resurgimiento de las tiranías en la Grecia antigua y en los tiempos modernos, pueda ser importante para el estudiante de la sociología del poder político[9]. Pero es claro que todos estos casos de repetición implican circunstancias profundamente diferentes y que quizá ejerzan una influencia importante  sobre desarrollos futuros. No tenemos, por tanto, ninguna razón válida para esperar que alguna repetición aparente del desarrollo histórico siga llevando un curso paralelo al de su prototipo. No hay duda de que, una vez que creamos en una ley de ciclos vitales que se repiten—una creencia nacida de especulaciones sobre semejanzas y analogías o quizá heredada de Platón, encontramos con toda seguridad su confirmación histórica en casi todas partes. Pero es éste meramente uno de los muchos casos de teorías metafísicas aparentemente confirmadas por los hechos; hechos que, si se examinan más de cerca, resultarán haber sido seleccionados a la luz de las mismas teorías que deberían poner a prueba[10].

Pasemos ahora a tratar de la posición b), la creencia de que podemos discernir y extrapolar la tendencia o dirección de un movimiento   evolucionaría; se puede advertir, en primer lugar, que esta creencia ha influido sobre algunas de las hipótesis cíclicas que representan la posición a) y ha sido usada para apoyarlas. El profesor Toynbee, por ejemplo, expresa en apoyo de la posición a) las siguientes opiniones características de b) «Las civilizaciones no son condiciones estáticas de la sociedad, sino movimientos dinámicos de carácter evolucionista. No sólo no pueden estarse quietas, sino que no pueden dar marcha atrás sin romper la ley de su propio movimiento…»[11]

Aquí tenemos casi todos los elementos que normalmente se encuentran en una exposición de la posición b) la idea de una dinámica social (como opuesta a una estática social), de movimientos evolucionarías de la sociedad (bajo la influencia de fuerzas sociales) y de direcciones (y cursos, y velocidades) de estos movimientos, los cuales no pueden dar marcha atrás sin romper las leyes del movimiento. Los términos en bastardilla han sido tomados todos de la física por la sociología y su adopción ha llevado a una serie de errores y malas interpretaciones de asombrosa crudeza, pero muy característicos del mal uso cientifista de los modelos de la física y de la astronomía. Hay que admitir que estas malas inteligencias han hecho poco daño fuera del taller historicista. En economía, por ejemplo, el término dinámica (cfr. la expresión, ahora de moda, dé «macrodinámica») es inatacable, como tienen que admitir incluso aquellos a quienes no gusta. Pero incluso este uso se deriva del intento de Comte de aplicar a la sociología la distinción que el físico hace entre dinámica y estática, y no se puede dudar de que, en base a este intento, no hay más que un crudo error y mala inteligencia. Porque la clase de sociedad que el sociólogo llama «estática» es precisamente análoga a aquellos sistemas a los que el físico llamaría «dinámicos» (aunque «estacionarios»). Un ejemplo típico es el sistema solar; es un prototipo de un sistema dinámico en el sentido que el físico da a este término; pero como es repetitivo (o «estacionario»), ya que no crece ni se desarrolla, ya que no da muestra de cambios estructurales (aparte de aquellos cambios que no caen dentro del campo de la dinámica celestial y que, por tanto, pueden ser pasados por alto aquí), corresponde indudablemente a aquellos sistemas sociales que el sociólogo llamaría «estáticos». Esta observación tiene considerable importancia en relación con las aseveraciones historicistas, en cuanto que el éxito de las predicciones a largo plazo de la astronomía depende enteramente de este carácter repetitivo, y en el sentido del sociólogo, estático, del sistema solar; depende del hecho de que aquí podemos pasar por alto cualquier síntoma de desarrollo histórico. Es, por tanto, ciertamente un error el suponer que estas predicciones dinámicas a largo plazo referentes a un sistema estacionario establecen la posibilidad de profecías históricas a largo plazo referentes a sistemas sociales no estacionarios.

Errores y malas inteligencias muy semejantes nacen de la aplicación a la sociedad de los otros términos tomados de la física, cuya lista hemos dado anteriormente. Esta aplicación es a menudo totalmente inocua. No se hace ningún daño, por ejemplo, al describir los cambios de la organización social, de los métodos de producción, etcétera, como movimientos. Pero deberíamos dejar bien claro que estamos usando simplemente una metáfora, y, además, una metáfora bastante desorientadora. Porque si en física hablamos del movimiento de un cuerpo o de un de cuerpos en cuestión sufra ningún cambio interno o estructural, sino sólo que cambia su posición con relación a un sistema (escogido arbitrariamente) de coordenadas. Por el contrario, el sociólogo quiere significar con un «movimiento de la sociedad» algún cambio estructural o interno. De acuerdo con esto, dará por sentado que un movimiento de la sociedad tiene que ser explicado por fuerzas, mientras que el físico sólo explicará así cambios de movimiento, pero no los movimientos como tales, que quedan explicados por la inercia[12]. Las ideas de velocidad de un movimiento social, o de su trayectoria, o curso, o dirección, son igualmente inocuas mientras se usen sólo para comunicar una impresión intuitiva; pero si se usan con pretensiones científicas, se convierten sencillamente en jerga cientifista, o para ser más precisos, en jerga   holística. Es cierto que cualquier clase de cambio en un factor social conmensurable —por ejemplo el crecimiento de la población— puede representarse gráficamente como una trayectoria, igual que la de un cuerpo que se mueve. Pero es claro que en un diagrama esta clase no representa lo que la gente designa bajo el nombre de movimiento de la sociedad, considerando que una población estacionaria puede sufrir un radical cataclismo social. Podemos, naturalmente, combinar cualquier número de estos diagramas en una única representación multidimensional. Pero un diagrama combinado de esta clase no se puede decir que represente la trayectoria del movimiento de la sociedad; no nos dice nada más de lo que nos dicen los de una dimensión tomados el conjunto; no representa ningún movimiento de «la totalidad de la sociedad», sino sólo cambios en aspectos seleccionados. La idea del movimiento de la sociedad misma—la idea de que la sociedad, como un cuerpo físico, puede moverse como un todo a lo largo de una cierta trayectoria y en una cierta dirección— es sencillamente una confusión balística[13].

La  esperanza,  en especial, de que un día podamos encontrar las «leyes del movimiento de la sociedad», de la misma forma en que Newton encontró las leyes del movimiento de los cuerpos físicos, no es nada más que el resultado de estos malentendidos. Puesto que no hay en una sociedad movimiento en algún sentido semejante o análogo al del movimiento de los cuerpos físicos, no puede haber tales leyes.

Pero, se dirá, la existencia de direcciones o tendencias en   el cambio social difícilmente podría ser cuestionada: todo estadístico puede calcular estas tendencias. ¿No son estas tendencias comparables a la ley de la inercia de Newton? La contestación es: existen tendencias; o más precisamente, la suposición de que existen es a menudo un útil supuesto estadístico. Pero las tendencias no son leyes. Una proposición que afirme la existencia de una tendencia es existencial, no universal. (Una ley universal, por otra parte no afirma la existencia de nada al contrario: como se mostró al final de la sección 20, afirma la imposibilidad de alguna cosa)[14]. Y una proposición que afirmase la existencia de una tendencia en cierto momento y lugar sería una proposición histórica singular y no una ley universal. La importancia práctica de esta situación lógica es considerable: mientras que podemos basar predicciones científicas en leyes, no podemos (como cualquier estadístico prudente sabe) basarlas meramente en la existencia de tendencias. Una tendencia (podemos tomar otra vez como ejemplo el crecimiento de la población) que ha persistido durante cientos o incluso miles de años puede cambiar en el curso de una década o aún más rápidamente.

Es  importante   destacar que leyes y tendencias son cosas radicalmente diferentes[15]. Es casi indudable que la costumbre de confundir leyes y tendencias, junto con la observación intuitiva de tendencias (como el progreso técnico), fue lo que inspiró las doctrinas centrales del evolucionismo y del historicismo —las doctrinas de las leyes inexorables de la evolución biológica y de las irreversibles leyes del movimiento de la sociedad. Y las mismas confusiones e intuiciones inspiraron también la doctrina comtiana de las leyes de sucesión— una doctrina que conserva aún gran influencia.

La distinción, famosa desde Comte y Mill, entre las leyes de coexistencia, supuestamente correspondientes a la estática, y las leyes de sucesión, supuestamente correspondientes a la dinámica, pueden, sin duda alguna, ser interpretadas de una forma razonable; es decir, como una distinción entre las leyes que no presuponen el concepto de tiempo y las leyes en cuya formulación entra  el tiempo (por ejemplo, las leyes que hablan de velocidades)[16]. Pero no es precisamente esto lo que Comte y sus seguidores pensaban. Cuando hablaba de leyes de sucesión, Comte pensaba en las leyes que determinan la sucesión de una serie «dinámica» de fenómenos en el orden en el cual los observamos. Ahora bien, es importante darse cuenta de que las leyes «dinámicas» de sucesión, como Comte las concebía, no existen. Ciertamente no existen dentro de la dinámica. (La verdadera dinámica). La mayor aproximación a ellas en el campo de las ciencias naturales—y aquello en lo que probablemente pensaba—son las periodicidades naturales como las estaciones, las fases de la luna, la recurrencia de eclipses o, quizá, el vaivén del péndulo. Pero estas periodicidades, que en física se describían como dinámicas (aunque estacionarias), serían, en el sentido comtiano de estos términos, «estáticas» más que «dinámicas»; y en todo caso difícilmente pueden ser llamadas leyes (ya que dependen de las condiciones especiales reinantes en el sistema solar; véase la sección siguiente). Las llamaré «cuasi leyes de sucesión».

El punto crucial es el siguiente: aunque podemos dar por seguro que cualquier sucesión de fenómenos en la realidad tiene lugar según las leyes de la naturaleza, es importante darse cuenta de que prácticamente ninguna secuencia de, digamos, tres o más acontecimientos concretos con una conexión causal entre ellos tiene lugar según una única ley de la naturaleza. Si el viento mueve a un árbol y la manzana de Newton cae al suelo, nadie negará que estos acontecimientos puedan ser descritos en términos de leyes causales. Pero no hay una ley única, como la de la gravedad, ni siquiera un determinado grupo único de leyes, que pueda describir la real o concreta sucesión de acontecimientos conectados por una relación causal; aparte la gravedad tendríamos que tomar en cuenta las leyes que explican la presión de los vientos, las sacudidas de la rama, la tensión en el pezón de la manzana, la magulladura sufrida por la manzana al darse el golpe, todo lo cual es seguido por las reacciones químicas que resultan de la magulladura, etc. La idea de que cualquier secuencia concreta, o secuencia de los acontecimientos (aparte de ejemplos como el movimiento de un péndulo o un sistema solar), puede ser descrita o explicada por una ley única o por determinado grupo único de leyes es sencillamente equivocada. No hay leyes de sucesión ni leyes de evolución.

Sin embargo, Comte y Mill consideran ciertamente sus leyes históricas de sucesión como leyes que determinan una secuencia de acontecimientos históricos en el orden en que realmente ocurren. Esto puede deducirse de la forma en que Mill habla de un método que «consiste en intentar, por el estudio y análisisde los hechos generales de la historia, el descubrimiento…de la ley del progreso; la cual, una vez determinada, debe permitirnos la predicción de acontecimientos futuros, de la misma forma que después de unos cuantos términos de una serie algebraica infinita podemos descubrir el principio de regularidad en su formación y predecir el resto de la serie hasta cualquier número de términos que queramos»[17].

Mill mismo critica su método; pero su crítica (véase el principio de la sección 28) admite plenamente la posibilidad         de encontrar leyes de sucesión análogas a las de         una secuencia matemática, aun cuando abrigaba dudas sobre si «el orden de sucesión…que la historia nos presenta» sería bastante «rígidamente uniforme» para ser comparado con una secuencia matemática[18].

Hemos visto, pues, ahora que no hay leyes que determinen la sucesión de estas series «dinámicas» de acontecimientos[19]. Por otra parte, puede haber tendencias que sean de carácter «dinámico»; por ejemplo, el aumento de población. Puede, por tanto, sospecharse que Mill pensaba en estas tendencias cuando hablaba de «leyes de sucesión». Y esta sospecha queda confirmada por Mill mismo cuando describe su ley histórica de progreso como una propensión. Al discutir esta «ley» expresa su «creencia… de que la propensión general es, y continuará siendo, aparte de excepciones ocasionales y temporales, la de mejorar una propensión hacia un estado de cosas mejor y más feliz. Es… éste… un teorema de la ciencia» (es decir, de la ciencia social). El que Mill pudiese discutir seriamente la cuestión de si «los fenómenos de la sociedad humana» giran «en una órbita» o se mueven, progresivamente, en «una trayectoria»[20] rima con esta fundamental confusión entre leyes y tendencias, como con la idea balística de que la sociedad puede moverse como un todo, digamos como un planeta.

Para evitar malentendidos quiero dejar bien claro que, en mi opinión, tanto Comte como Mill han hecho grandes contribuciones a la filosofía y a la metodología de la ciencia: me refiero especialmente al énfasis de Comte sobre las leyes y la predicción científica, a su crítica de una teoría esencialista de la causalidad y de su doctrina, y la de Mill, de la unidad del método científico. Sin embargo, su doctrina de las leyes históricas de sucesión es, creo yo, poca cosa más que una colección de metáforas mal aplicadas[21].

 

 

28. El método de reducción. La  explicación causal. Predicción y profecía

Mi crítica de las leyes históricas de sucesión queda aún sin concluir en un importante respecto. He intentado mostrar que las «direcciones» o «propensiones» que los historicistas disciernen en aquella sucesión de acontecimientos llamada historia no son leyes, sino, de ser algo, tendencias. Y he apuntado por qué una tendencia, al contrario de una ley, no debe en general usarse como base de predicciones científicas.

Pero Mill y Comte—solos   en este respecto entre los historicistas, creo yo—podrían aún haber ofrecido una contestación a esta crítica. Mill podría, incluso, haber   admitido que cayó en una cierta confusión   entre leyes y tendencias. Pero también podría habernos recordado que él mismo criticó a aquellos que confundían «una uniformidad de la sucesión histórica» con una verdadera ley de la naturaleza, que tuvo cuidado en destacar que tal uniformidad sólo podía «ser una ley empírica»[22]  (el término es algo equívoco) y que no debía considerarse segura hasta que no fuese reducida «por la concordancia de la deducción a priori con las pruebas históricas» al estado de una verdadera ley de la naturaleza. Y nos podría haber recordado que incluso estableció la «regla imperativa de que nunca se había de introducir una generalización de la historia en las ciencias sociales si no se pudiesen apuntar razones suficientes para ello»[23], esto es, por medio de su deducción de alguna ley natural verdadera que pueda ser experimentada independientemente. (Las leyes en que pensaba eran las de la «naturaleza humana»; esto es, la psicológica). A  este procedimiento de reducir las leyes históricas u otras generalizaciones a algún grupo de leyes de mayor generalidad, Mill dio el nombre de «método deductivo inverso» y abogó por él como el único método histórico o sociológico correcto.

Admito que esta contestación tiene alguna fuerza. Pues si consiguiésemos reducir una tendencia a un grupo de leyes estaríamos justificados al usar  de esta tendencia, al igual que una ley, como base de predicciones. Una reducción de esta clase, o deducción inversa, haría mucho por disminuir la distancia que hay entre leyes y tendencias. La fuerza de esta contestación destaca aún más el hecho de que el método de «deducción inversa» de Mill es una (aunque superficial) descripción suficiente de un procedimiento que se usa no sólo en las ciencias sociales, sino en todas las ciencias, y hasta un punto insospechado por Mill.

A pesar de que admito todo esto, sigo creyendo que mi crítica es justificada y que la fundamental confusión historicista entre leyes y tendencias es insostenible. Pero para que esto se vea claramente es necesario un cuidadoso análisis del método de reducción o de deducción inversa.

La  ciencia, puede decirse, trabaja en todo momento sobre problemas. No puede empezar con observaciones o «coleccionando datos», como creen algunos estudiosos del método. Antes de que podamos recolectar datos debe despertarse en nosotros un interés por datos de una cierta clase: el problema siempre viene en primer lugar. A su vez el problema puede ser sugerido por necesidades prácticas o por creencias científicas o precientíficas que por una u otra razón parecen necesitar una revisión.

Ahora bien, un problema científico, por regla general, nace  de la necesidad de una explicación. Siguiendo a Mill distinguiremos dos casos principales: la explicación de determinado acontecimiento individual o singular, la explicación de alguna regularidad o ley. Mill lo expresa de la forma siguiente: «Se dice que un hecho individual queda explicado cuando se indica su causa; es decir, cuando se expresan la ley o las leyes… de las cuales el hecho es un caso práctico. Así, una conflagración queda explicada cuando se prueba que ha surgido de una chispa que cayó sobre un montón de combustible; y de una manera semejante, una ley… queda explicada cuando se indican una u otras leyes, de las cuales la ley no es más que un caso y de las cuales podría ser deducida».[24] El caso de la explicación de una ley es un caso de «deducción inversa» y, por lo tanto, importante aquí.

La forma que Mill tiene de explicar una explicación, o mejor una explicación causal, es en conjunto aceptable. Pero para ciertos fines no es lo bastante precisa; y esta        falta de precisión juega un papel importante en el problema del que aquí nos ocupamos. Quiero, por tanto, dar una nueva formulación de todo ello y destacar las     diferencias que hay entre la opinión        de Mill y la mía.

En mi opinión, una explicación causal de un cierto acontecimiento específico consiste en deducir una proposición que describa este  acontecimiento, de dos clases de premisas: por una parte, de algunas leyes universales, y, por otra, de algunas proposiciones singulares o específicas que podríamos llamar condiciones inicia les específicas. Por ejemplo, podemos decir que hemos dado una explicación causal de la rotura de un cierto hilo si encontramos que este hilo podía soportar solamente una libra de peso y que fueron dos libras las que tuvo que soportar. Si analizamos esta explicación causal, encontramos que implica dos partes constituyentes. 1) Algunas hipótesis con carácter de leyes universales de la naturaleza; en este caso, quizá serían: «Para  cada hilo de una estructura dada e (determinada por el material de que está hecho, por su espesura, etc.) hay un peso característico p tal que el hilo se partirá si un peso mayor que p se suspende de él»; y «Para cada hilo de la estructura en el peso característico p es igual a un kilo». 2) Algunas proposiciones específicas (singulares)—las condiciones iniciales—relativas al acontecimiento particular en cuestión; en este caso, podríamos tener dos proposiciones: «Este hilo tiene una estructura e1» y «El peso suspendido de este hilo fue un peso de dos kilos». Así tenemos dos ingredientes diferentes, dos diferentes clases de proposiciones, que juntas componen una explicación causal completa: 1) Proposiciones universales con el carácter de leyes naturales; y 2) Proposiciones específicas relativas al caso especial en cuestión, llamadas las «condiciones iniciales». Ahora podemos deducir de las leyes universales 1), con la ayuda de las condiciones iniciales 2), la siguiente proposición específica 3): «Este hilo se romperá». A esta conclusión 3) también podemos llamarla un pronóstico específico. Las condiciones iniciales (o más precisamente, la situación descrita por ellas) serán llamadas usualmente la causa del acontecimiento en cuestión y el pronóstico (o mejor, la situación descrita por el pronóstico), como el efecto; por ejemplo, decimos que el haber suspendido un peso de dos kilos de un hilo capaz de soportar sólo uno, fue la causa,  y la ruptura, el efecto[25].

Ni que decir tiene que tal explicación causal será sólo aceptable científicamente si las leyes universales han sido bien experimentadas y corroboradas y también si tenemos alguna prueba independiente en favor de la causa, es decir, de las condiciones iniciales.

Antes de proceder a analizar la explicación causal de regularidades o leyes, se puede notar que varias cosas surgen de nuestro análisis de la explicación de acontecimientos singulares. Una es que nunca podemos hablar de causa         y efecto de modo absoluto, sino que debemos decir que un acontecimiento         es causa de otro acontecimiento —su efecto—en relación con alguna ley universal. Sin embargo, estas leyes universales son muy a menudo tan triviales (como en nuestro ejemplo) que por regla general las damos por sabidas en vez de usarlas conscientemente. Un segundo punto es que el uso de una teoría para predecir algún acontecimiento específico es sólo otro aspecto de su uso para explicar tal acontecimiento. Y puesto que experimentamos una teoría por medio de la comparación de los acontecimientos predichos con los observados, en realidad nuestro análisis también muestra cómo se pueden experimentar nuestras teorías. El que usemos una teoría con el fin de explicar, de predecir, o de experimentar, depende de lo que nos  interese, de qué proposiciones consideramos nos vienen dadas o no problemáticas y qué proposiciones consideramos necesitan más profunda crítica y experimentación. (Véase la sección 29).

La  explicación causal de una regularidad, descrita por una ley universal, es algo diferente de la de un acontecimiento singular. A primera vista se podría pensar que el caso es análogo y que la ley en cuestión ha de ser deducida de: (1) alguna ley más general, y (2) ciertas condiciones especiales que correspondan a las condiciones iniciales, pero que no sean singulares, y se refieran a una cierta clase de situación. Pero esto no es así en este caso, porque las condiciones especiales (2) tienen que expresarse explícitamente en la formulación de la ley que queremos explicar, porque de otra forma esta ley sencillamente contradiría a (1). (Por ejemplo, si con la ayuda de la teoría de Newton queremos explicar la ley de que todos los planetas se mueven en elipses, tenemos que poner primero explícitamente en la formulación de esta ley las condiciones bajo las cuales podemos afirmar su validez, quizá de la forma siguiente: Si un número de planetas, suficientemente espaciados para que su atracción mutua sea muy pequeña, se mueven alrededor de un sol mucho más pesado, en ese caso cada uno de ellos se mueve aproximadamente en una elipse con el sol en uno de sus focos). En otras palabras, la formulación de la ley universal que tratamos de explicar tiene que incorporar todas las condiciones de su validez, ya que de otra forma no podemos afirmarla universalmente (o como Mill dice, incondicionalmente). Por tanto, la explicación causal de una regularidad consiste en deducir una ley (que contiene las condiciones bajo las cuales tiene validez la regularidad propuesta) de un grupo de leyes más generales que han sido experimentadas y confirmadas independientemente.

Si ahora comparamos nuestra versión de lo que es la explicación causal con la  de Mill vemos que no hay gran diferencia en cuanto concierne a la reducción de leyes a leyes más generales, es decir, a la explicación causal de regularidades. Pero en la presentación que Mill hace de la explicación causal de acontecimientos singulares no hay una distinción clara entre (1) las leyes universales, y (2) las condiciones iniciales específicas. Esto en gran parte se debe a la falta de claridad de Mill en el uso del término «causa», con el cual a veces quiere significar acontecimientos singulares, y otras veces leyes universales. Veremos ahora cómo afecta esto a la reducción o explicación de las tendencias.

No se puede dudar que es lógicamente posible el reducir o explicar tendencias. Supongamos, por ejemplo, que nos encontramos con que todos los planetas se acercan progresivamente al sol. El sistema solar sería entonces un sistema dinámico en el sentido que Comte da a este término; tendría un desarrollo o una historia, con una tendencia definida. La tendencia podría ser fácilmente explicada en la física newtoniana por la suposición (en favor de la cual quizá encontrásemos pruebas independientes) de que el espacio interplanetario está lleno de alguna materia resistente —por ejemplo, un determinado gas—. Esta suposición         sería una nueva condición inicial específica que tendríamos que añadir a las usuales condiciones iniciales que especifican las posiciones y los ímpetus de los planetas en un cierto momento. En tanto persistiese la nueva condición inicial tendríamos un cambio sistemático o tendencia. Ahora, si aún suponemos más, que el cambio sea grande, tendrá entonces una marcada y sistemática influencia sobre la biología y la historia de las distintas especies de la tierra, incluida la historia humana. Esto muestra cómo podríamos en principio explicar ciertas tendencias evolucionarías e históricas, incluso «tendencias generales», es decir, tendencias que persisten a lo largo del desarrollo que se está considerando. Es obvio que estas tendencias serían análogas a las cuasi-leyes de sucesión (periodicidades estacionales, etcétera), mencionadas en la sección precedente, con la diferencia de que serían «dinámicas». Corresponderían, por tanto, aún más que estas cuasi-leyes «estáticas», a la vaga idea que tienen Mill y Comte de leyes históricas o evolucionarías de sucesión. Ahora bien: si tenemos razones para suponer la persistencia de las condiciones iniciales que afectan al caso, queda claro entonces que podremos suponer que estas tendencias o «cuasi-leyes dinámicas» persistirán, de tal forma que podrán ser usadas, de la misma   manera que las leyes, como base de predicciones.

No hay duda de que tales tendencias explicadas (como las podríamos llamar), o tendencias que están a punto de ser explicadas, juegan un papel considerable en la teoría evolucionista moderna. Aparte de un número de tales tendencias referentes a      la evolución de ciertas formas biológicas como los crustáceos o los rinocerontes, parece que una tendencia general hacia un número creciente y una creciente variedad de formas biológicas que se extienden en una gama de condiciones ambientales creciente está empezando a ser explicable en términos de leyes biológicas (junto con condiciones iniciales que dan por sentadas ciertas características del ambiente terrestre en que se mueven los organismos, y que, junto con las leyes, implican, por ejemplo, el funcionamiento de un mecanismo importante llamado «selección natural»).[26]

Todo esto parece ir en contra de nosotros, y de hecho apoyar a Mill y al historicismo. Pero esto no es así. Las tendencias explicadas, en efecto, existen, pero su persistencia depende de la persistencia de ciertas condiciones iniciales específicas (las cuales a su vez pueden ser tendencias).

Ahora bien, Mill y sus compañeros de historicismo olvidan esta dependencia de las tendencias con respecto a las condiciones iniciales. Operan con tendencias como    si fuesen incondicionales, como las leyes. Confunden leyes con tendencias,[27] lo que les hace creer en tendencias que son incondicionales  (y, por tanto, generales); o, en otras palabras, en «tendencias absolutas»[28]; por ejemplo, en una tendencia histórica general hacia el progreso, «una tendencia hacia un estado mejor y más feliz». Y aunque todos consideran la «reducción» de sus tendencias a leyes, creen que estas tendencias pueden ser derivadas inmediatamente de solas leyes universales, como, por ejemplo, de las leyes de la psicología (o quizá del materialismo dialéctico,etc.).

Esta es, podemos decirlo, la equivocación central del historicismo. Sus «leyes de desarrollo» resultan ser tendencias absolutas; tendencias que, como las leyes, no dependen de condiciones iniciales, y que nos llevan irresistiblemente en una cierta dirección hacia el futuro. Son la base de profecías incondicionales, como opuestas a las predicciones condicionales científicas.

Pero ¿qué ocurre con aquellos que ven que las tendencias dependen de condiciones y que intentan encontrar estas condiciones y formularlas explícitamente? Mi respuesta es que nada tengo contra ellos. Por el contrario: no se puede dudar que haya tendencias. Nos queda, por tanto, la difícil tarea de explicarlas como mejor podamos, es decir, de determinar tan precisamente como sea posible las condiciones bajo las cuales persisten (véase la sección 32)[29].

El caso es que estas condiciones se pasan por alto tan fácilmente. Por ejemplo, existe una tendencia hacia la «acumulación de los medios de producción» (como dice Marx). Pero difícilmente podríamos esperar que persistiese en una población que está disminuyendo rápidamente; y tal disminución quizá depende a su vez de condiciones extraeconómicas, por ejemplo, de invenciones hechas por azar, o posiblemente del impacto fisiológico (quizá bioquímico) de un medio ambiente industrial. De hecho existen incontables posibles condiciones, y para poder examinar todas las posibilidades en nuestra búsqueda de la verdadera condición de una tendencia debemos intentar imaginar en todo momento las condiciones bajo las cuales la tendencia en cuestión desaparecería. Pero justamente esto es lo que no puede hacer el historicista. Cree firmemente en su tendencia favorita, y para él son impensables las condiciones bajo las cuales desaparecería. La miseria del historicismo es, podríamos decir, una miseria e indigencia de imaginación. El historicista recrimina continuamente a aquellos que no pueden imaginar un cambio en su pequeño mundo; sin embargo, parece que el historicista mismo tenga una imaginación deficiente, ya que no puede imaginar un cambio en las condiciones de cambio.

 

29. La unidad   de método

Sugerí en la sección precedente que los métodos deductivos allí analizados eran Importantes y muy empleados—mucho más de lo que Mill, por ejemplo, llegó a pensar—.Esta sugerencia se estudiará ahora con más detalle, para arrojar alguna luz sobre la disputa entre el naturalismo y el antinaturalismo. En esta sección voy a proponer una doctrina de unidad del método; es decir, la opinión de que todas las ciencias teóricas o generalizadoras usan el mismo método, ya sean ciencias naturales o ciencias sociales. (Pospongo la discusión de las ciencias históricas hasta la sección 31). Al mismo tiempo se tratarán algunas de las doctrinas del historicismo que aún no he examinado suficientemente, tales como los problemas de la Generalización; del Esencialismo; del papel jugado por la Comprensión Intuitiva; de la Inexactitud de Predicción; de la Complejidad; de la aplicación de los Métodos Cuantitativos.

No pretendo afirmar que no  existe diferencia alguna entre los métodos de las ciencias teóricas de la naturaleza y de la sociedad; tales diferencias existen claramente, incluso entre las distintas ciencias naturales, tanto como entre las distintas ciencias sociales. (Compárese, por ejemplo, el análisis de los mercados de libre competencia y el de las lenguas romances). Pero estoy de acuerdo con Comte y Mill—y con muchos otros, como C. Menger—en que los métodos de los dos campos son fundamentalmente los mismos (aunque lo que por estos métodos entiendo quizá no sea lo que ellos entendían). El Método esbozado en la sección anterior siempre consiste en ofrecer una explicación causal deductiva y en experimentar (por medio de predicciones). Este ha sido llamado a veces el método hipotético-deductivo,[30] o más a menudo el método de hipótesis, porque no consigue certeza absoluta para ninguna de las proposiciones científicas que experimenta; por el contrario, estas proposiciones siempre retienen el carácter de hipótesis de signo tentativo, aunque este carácter pueda dejar de ser obvio después que han superado gran número de experimentos, de pruebas severas.

Por causa de su carácter tentativo o provisional se consideraba por la mayoría de los estudiosos del método que estas hipótesis eran provisionales en el sentido de que habían de      quedar reemplazadas en último término por teorías probadas (o por lo menos por teorías de las que se pudiese demostrar que eran «altamente probables», en el sentido de algún cálculo de probabilidades). Creo que esta opinión está equivocada y que lleva a un cúmulo de dificultades enteramente innecesarias. Pero este problema[31] es de una importancia comparativamente pequeña aquí. Lo que es importante es darse cuenta de que en ciencia siempre nos ocupamos de explicaciones, de predicciones y experimentos, y que el método para experimentar las hipótesis es siempre el mismo (véase la sección anterior). De la hipótesis que se ha de experimentar, por ejemplo, una ley universal—junto con otras proposiciones que para este fin no se consideran problemáticas, por ejemplo, algunas condiciones iniciales—, deducimos un pronóstico. Confrontamos entonces este pronóstico, cuando sea posible, con los resultados de observaciones experimentales u otras. El acuerdo con éstas se toma como corroboración de la hipótesis, aunque no como prueba final de ella; el claro desacuerdo se considera una refutación o falsificación.

Según este análisis no hay gran diferencia entre explicación, predicción y experimentación.         Es una diferencia, no de estructura lógica, sino de énfasis; depende de lo que consideremos como nuestro problema y de lo que no consideremos como tal. Si no nos planteamos como nuestro problema al encontrar un pronóstico, y por el contrario, sí nos planteamos el encontrar cuáles son las condiciones       iniciales o las leyes universales (o ambas cosas) de las cuales podríamos deducir un «pronóstico» dado estamos entonces buscando una explicación (y el «pronóstico» dado se convierte en nuestro «explicandum»). Si consideramos las leyes y condiciones iniciales como dadas (en vez  de como algo que hemos de encontrar) y las usamos meramente para deducir el pronóstico, para conseguir así alguna información nueva, estamos entonces intentando hacer una predicción. (Es éste un caso en el que aplicamos nuestros conocimientos científicos). Y si consideramos una de las premisas, es decir, o bien la ley universal o bien la condición inicial, como problemática, y el pronóstico como algo que se ha de comparar con los resultados de los experimentos, hablamos entonces de una experimentación de la premisa problemática.

El resultado de la experimentación es la selección de las hipótesis que han superado bien los experimentos, o la eliminación de aquellas hipótesis que han superado mal, y que, por tanto, quedan rechazadas. Es importante darse cuenta de las  consecuencias de este punto de vista. Son éstas que todos los experimentos pueden interpretarse como intentos de extirpar teorías falsas, de encontrar los puntos débiles de una teoría para rechazarla si queda refutada por el experimento. A veces se considera esta actitud como paradójica; nuestra finalidad, se dice, es, establecer la verdad de una teoría, no eliminar las teorías falsas. Pero precisamente porque nuestra finalidad es establecer la verdad de las teorías, debemos experimentarlas lo más severamente que podamos; esto es, debemos intentar encontrar sus fallos debemos intentar refutarla. Sólo si no podemos refutarla a pesar de nuestros mejores esfuerzos, podemos decir que han superado bien severos experimentos. Esta es la razón por la cual el de cubrimiento de los casos que confirman una  teoría significa muy poco si no hemos intentado encontrar refutaciones y fracasado en el intento. Porque si no mantenemos una actitud crítica, siempre encontraremos lo que buscamos: buscaremos, y encontraremos, confirmaciones, y apartaremos la vista de cualquier cosa que pudiese ser peligrosa para nuestras teorías favoritas, y conseguiremos no verla. De esta forma es demasiado fácil conseguir lo que parecen pruebas aplastantes en favor de una teoría que, si se hubiese mirado críticamente, hubiese sido refutada. Con el fin de que el método de  la selección por eliminación funcione, y para asegurarse que sólo las teorías más aptas sobreviven, su lucha por la vida tiene que ser severa.

Este es, en sus líneas generales, el método de todas las ciencias que se apoyan en la experimentación. Pero ¿qué hay del método por el que obtenemos nuestras teorías o hipótesis? ¿Qué hay de las generalizaciones inductivas, y de la forma en que se pasa de la observación a la teoría? A esta pregunta (y a las doctrinas discutidas en la sección 1, en cuanto que no han sido tratadas en la sección 26) daré dos respuestas: (a) No creo que hagamos nunca generalizaciones inductivas en el sentido de que empecemos con observaciones e intentemos derivar nuestras teorías de ellas. Creo que el prejuicio de que procedemos de esta manera es una especie de ilusión óptica, y que en ninguna fase del desarrollo científico empezarnos sin algo que tenga la naturaleza de una teoría, como, por ejemplo, una hipótesis, o un prejuicio, o un problema —a menudo un problema tecnológico— que de alguna forma guíe nuestras observaciones y nos ayude a seleccionar de los innumerables objetos de observación aquellos que puedan tener interés[32]. Pero si esto es así, el método de eliminación—que no es más que el de ensayo y error discutido en la sección 24— siempre se puede aplicar. No creo, sin embargo, que sea necesario para nuestra discusión presente el insistir sobre este punto. Porque podemos decir (b) que tiene poca importancia desde el punto de vista de la ciencia el que hayamos obtenido nuestras teorías sacando conclusiones injustificadas o sencillamente tropezando con ellas (es decir, por «intuición»), o también por algún procedimiento inductivo. La pregunta «¿Cómo encontró usted en primer lugar su teoría?» se refiere, por así decirlo a un asunto enteramente privado, al contrario de la pregunta «¿Cómo experimentó usted su teoría?», que es la única de importancia científica. Y el método de experimentación aquí descrito es fértil: lleva a nuevas observaciones y aportaciones mutuas entre la teoría y la observación.

Ahora bien: todo esto, creo yo, no es verdad sólo para las ciencias naturales, sino también para las ciencias sociales. Y en las ciencias sociales es aún más obvio que en las ciencias naturales que no podernos ver y observar nuestros objetos antes de haber pensado sobre ellos. Porque la mayoría de los objetos de la ciencia social, si no todos ellos, son objetos abstractos, son construcciones teóricas. (Incluso «la guerra» o «el ejército» son conceptos abstractos, por muy extraño que esto suene a algunos. Lo que es concreto es las muchas personas que han muerto,  o los hombres y mujeres de uniforme, etc.). Estos objetos, estas construcciones teóricas usadas para interpretar nuestra experiencia, resultan de la construcción de ciertos modelos (especialmente de instituciones), con el fin de explicar ciertas experiencias—un método teórico familiar en las ciencias naturales donde construimos nuestros modelos de átomos, moléculas, sólidos, líquidos, etc. Esto es parte del método de explicación por medio de la reducción o, dicho de otra forma, de deducción a partir de hipótesis. Muy a menudo no nos damos cuenta de que estarnos operando con hipótesis o teorías y, por tanto, confundimos nuestros modelos teóricos con cosas concretas. Es ésta una clase de confusión que es más frecuente de lo que se piensa[33]. El hecho de que se usen modelos tan a menudo de esta forma explica—y así destruye— las doctrinas del esencialismo metodológico (cfr. la sección 10). Las explica, pues como el modelo es de carácter abstracto o teórico, nos inclinamos a sentir que lo vemos, ya dentro o detrás de los cambiantes acontecimientos observables, como una especie de fantasma o esencia permanente. Y destruye estas doctrinas, porque la tarea de la ciencia social es la de construir y analizar nuestros modelos sociológicos cuidadosamente en términos descriptivos o nominalistas, es decir, en términos de individuos, de sus actitudes, esperanzas, relaciones, etc.—un postulado que se podría llamar «individualismo metodológico».

La  unidad de los métodos de las ciencias naturales y las sociales puede muy bien aclararse y defenderse con análisis de dos pasajes del artículo del profesor Hayek, Scientism and the Study of Society.[34]

En  el primero de estos pasajes el  profesor Havek escribe:

«El físico que quiera entender el problema de las ciencias    sociales con la ayuda de una analogía tornada de su propio campo tendría que imaginar un mundo en el que conociese por observación directa el interior de los átomos y no tuviese ni  la  posibilidad de hacer experimentos con pedazos de materia ni la oportunidad de observar nada más que las interacciones de un número comparativamente pequeño de átomos durante un período limitado. Con su conocimiento de las diferentes clases de átomos construiría modelos de las diversas formas en que estos átomos podrían combinarse en unidades más grandes, y haría que esos modelos reprodujesen más y más exactamente todas las características de los pocos casos en que pudiese observar de cerca fenómenos más complejos. Pero las leyes del macrocosmos que pudiesen derivar de su conocimiento del microcosmos siempre serán «deductivas»; casi nunca, dado su limitado conocimiento de los datos de la compleja situación, le permitirían predecir con precisión el resultado de una determinada situación; y nunca podría verificadas mediante experimentos controlados—aunque quizá quedasen refutadas por la observación de acontecimientos que según su teoría son imposibles».

Admito que la primera frase de este pasaje apunta ciertas diferencias entre las ciencias físicas y las sociales. Pero el resto del pasaje, creo yo, habla en favor de una completa unidad de método. Porque si es ésta, como yo lo creo, una descripción correcta del método de las ciencias sociales, muestra que sólo aparecen diferencias cuando se le contrasta con alguna de las falsas interpretaciones del método de las ciencias naturales que ya hemos rechazado. Pienso, más especialmente, en la interpretación inductivista que mantiene que, en las ciencias naturales, procedemos sistemáticamente de la observación a la teoría por algún método de generalización, y que podemos «verificar», o quizá incluso probar, nuestras teorías por un método de inducción. He sostenido una opinión muy distinta aquí—una interpretación del método científico como deductivo, hipotético, colectivo por medio de la refutación, etc. Y esta descripción del método de las ciencias naturales concuerda perfectamente con la descripción que el profesor Hayek hace del método de la ciencia social. (Tengo razones para creer que mi interpretación de los métodos de la ciencia no fue por ningún conocimiento del método de las ciencias sociales, porque cuando la desarrollé por primera vez sólo pensaba en las ciencias naturales,[35] y no sabía casi absolutamente nada sobre las ciencias sociales).

Pero incluso las diferencias a las que alude la  primera frase de la cita no son tan grandes como pueda parecer a primera vista. Es indudablemente cierto que  tenemos  un conocimiento del «interior del átomo humano» mucho más directo que el que tenemos del átomo físico, pero este conocimiento es intuitivo. Dicho de otra forma, ciertamente usamos nuestro conocimiento de nosotros mismos con el fin de construir hipótesis sobre algunas otras personas o sobre todas las otras personas. Pero estas hipótesis tienen que ser experimentadas, tienen que ser sometidas al método de la selección por eliminación. (La intuición impide a alguna gente el imagina siquiera que haya a quien no le guste el chocolate). El físico, es verdad, no está ayudado por ninguna de estas observaciones directas cuando construye hipótesis sobre átomos; sin embargo, usa muy a menudo una especie de imaginación o intuición comprensiva que fácilmente le hará sentir que conoce íntimamente incluso el «interior de los átomos»—incluidos sus caprichos y prejuicios—. Pero esta intuición es asunto privado suyo. La ciencia sólo se interesa por la hipótesis que su intuición haya podido inspirar, y aun sólo si son ricas en consecuencias y si pueden ser debidamente experimentadas. (Para las otras diferencias mencionadas en la primera frase del profesor Hayek, es decir, la dificultad de llevar a cabo experimentos, véase la sección 24).

Estas pocas observaciones pueden también indicar la forma en que se   debe criticar la doctrina historicista expuesta en la sección 8, esto es, la doctrina de que la ciencia social tiene que usar el método de la comprensión intuitiva.

En  el segundo pasaje el profesor Hayek, hablando de los fenómenos sociales, dice:         «…nuestro conocimiento de los principios por los que estos fenómenos se producen raramente o nunca nos permitirá predecir el resultado preciso de cualquier situación concreta. Mientras que podemos explicar el principio según el cual ciertos fenómenos se producen         y podemos por medio de este conocimiento excluir la posibilidad de ciertos resultados, por ejemplo, de que ciertos resultados ocurran juntos, nuestros         conocimientos en  cierto sentido serán sólo negativos, es decir, nos permitirán meramente excluir ciertos resultados, pero no nos permitirán disminuir la gama de posibilidades lo bastante para que sólo quede una».

Este pasaje, lejos de describir una situación peculiar de las ciencias  sociales,  describe perfectamente       el carácter de las leyes naturales, las cuales, de hecho, nunca pueden hacer más que excluir ciertas posibilidades. («No se puede coger agua en un cesto»; véase la sección 20, anteriormente). Más especialmente la afirmación de que no podremos,  por regla general, «predecir el resultado preciso de cualquier situación concreta» plantea el problema de la inexactitud de la predicción (véase la sección 5, anteriormente). Sostengo que se puede decir exactamente lo mismo del mundo físico concreto. En general, sólo por el uso del aislamiento experimental podemos predecir acontecimientos físicos. (El sistema solar es un caso excepcional—un caso de aislamiento natural, no artificial—; una vez que el aislamiento quede destruido por la intrusión de un cuerpo extraño de tamaño suficiente, todas nuestras predicciones están expuestas a fallar). Estamos muy lejos de ser capaces de predecir, incluso en física, el resultado preciso de una situación concreta, como una tormenta o un fuego.

Una breve observación puede añadirse aquí sobre el problema de la complejidad (véase la sección       4, anteriormente). No hay duda de que el análisis de cualquier situación social concreta se hace extremadamente difícil por su complejidad. Pero lo mismo vale para cualquier situación física concreta[36]. El prejuicio ampliamente compartido de que las situaciones sociales son más complejas que las      físicas parece surgir de dos fuentes. Una de ellas es que tendemos a comparar lo que no es comparable; quiero decir, por una parte, situaciones sociales concretas, y por otra, situaciones físicas experimentales artificialmente aisladas. (Estas últimas se deberían comparar con situaciones sociales artificialmente aisladas, como una cárcel o una comunidad experimental). La otra fuente es la vieja creencia de que la descripción de una situación social debería incluir el estado mental e incluso físico de todos los implicados (o quizá incluso que debería ser reducible a este estado). Pero esta creencia es injustificada; es mucho menos justificada incluso que la exigencia de que la descripción de una reacción química concreta incluya la de todos los estados atómicos y subatómicos de las partículas elementales implicadas (aunque la química sea, en efecto reducible a la física). Esta creencia también muestra la huella de la opinión popular de que las entidades sociales, como, por ejemplo, las instituciones o asociaciones, son entidades naturales concretas de la misma manera que una aglomeración de hombres, más que modelos abstractos construidos para interpretar ciertas relaciones, abstractas y seleccionadas, entre individuos.

Pero, de hecho, hay buenas razones, no sólo en favor de la creencia de que la ciencia social es menos complicada que la física, sino también en favor de la creencia de que las situaciones sociales concretas son en general menos complicadas que las situaciones físicas concretas. Porque en la mayoría, si no en todas las situaciones sociales, hay un elemento de racionalidad. Es cierto que los seres humanos casi nunca actúan de una manera totalmente racional (esto es, como lo harían si quisiesen hacer el mejor uso posible de toda la información que tienen a mano para la obtención de cualquiera de los fines que contemplen), pero actúan de todas formas más o menos racionalmente; y esto hace posible la construcción de modelos relativamente simples de sus acciones e interacciones y el uso de esos modelos como aproximaciones.

Este último punto me  parece que de hecho indica una considerable diferencia entre las ciencias naturales y las sociales; quizá la diferencia más importante entre sus métodos, ya que las otras diferencias importantes, como las dificultades específicas para llevar a cabo experimentos (véase el final de la sección 24) y para aplicar métodos cuantitativos  (véase más adelante), son diferencias de grado más que de clase. Me refiero a la posibilidad de adoptar en las ciencias sociales lo que se puede llamar el método de la construcción racional o lógica, o quizá el «método cero».[37]

Con esto  quiero significar el método de construir un modelo en base a una suposición de completa racionalidad  (y quizá también sobre la suposición de que poseen información completa) por parte de todos los individuos implicados, y luego de estimar la desviación de la conducta real de la gente con respecto a la conducta modelo, usando esta última como una especie de coordenada cero[38]. Un ejemplo de este método es la comparación entre la conducta real (bajo la influencia de, digamos, prejuicios tradicionales, etc.) y la conducta modelo que se habría de esperar en base a la «pura lógica de la elección», como descrita por las ecuaciones de la economía. El interesante artículo de Marschak «Money Illusion», por ejemplo, puede interpretarse de esta forma.[39] Un       intento de aplicar el método cero a un campo diferente  puede encontrarse en la comparación de P. Sargant Florence entre la «lógica de la operación a gran escala» en la industria y la «ilógica de la operación real»[40].

De paso me gustaría mencionar que ni el principio del individualismo metodológico ni el         método cero de construir modelos racionales implican, en mi opinión, la adopción de un método psicológico. Por el contrario, creo que estos principios pueden ser combinados con la opinión[41] de que las ciencias sociales son relativamente independientes de las presuposiciones psicológicas y que la psicología puede ser tratada no como la base de todas las ciencias sociales, sino como una ciencia social entre otras.

Para concluir esta sección, tengo que mencionar lo que considero como la otra diferencia importante entre los        métodos de algunas de las ciencias teóricas de la naturaleza y de la sociedad. Me refiero a las dificultades específicas de la aplicación de métodos cuantitativos, y especialmente métodos de medición[42]. Algunas de  estas dificultades pueden ser superadas, y lo han sido, por el empleo de métodos estadísticos, por ejemplo, en el análisis de la demanda. Y tienen que ser superadas si, por ejemplo, se quiere que alguna de las ecuaciones de la economía matemática pueda servir de base a aplicaciones, aunque sean meramente cualitativas; porque sin estas mediciones no sabríamos muchas veces si las consecuencias de signo contrario excedieron o no un efecto calculado en términos meramente cualitativos. En efecto, consideraciones meramente cualitativas pueden ser engañosas a veces; tan engañosas, para citar al profesor Frisch, «como decir que cuando un hombre intenta remar en un bote hacia adelante, el bote será empujado hacia atrás por la presión ejercida por sus pies».[43] Pero no se puede dudar que hay aquí algunas dificultades fundamentales. En física, por ejemplo, los parámetros de nuestras ecuaciones pueden ser reducidos a un pequeño número de constantes naturales; una reducción que se ha llevado a cabo con éxito en muchos casos importantes. Esto no es así en la economía; aquí los parámetros son ellos mismos, en los casos más importantes, variables de cambio rápido.[44] Esto reduce claramente la importancia, interpretabilidad y posibilidad de experimentación de nuestras mediciones.

 

30. Ciencias teóricas e históricas

La tesis de la unidad del método científico, cuya aplicación a las ciencias teóricas acabo de defender, puede extenderse, con ciertas limitaciones, incluso al campo de las ciencias históricas. Y esto puede hacerse sin abandonar la distinción fundamental entre las ciencias y las ciencias históricas —por ejemplo, entre la sociología o teoría económica o teoría política, de una parte, y la historia política, social y económica, de otra—, una distinción que ha sido tan a menudo y  tan enfáticamente reafirmada por los mejores historiadores. Es la distinción entre el interés por las leyes universales y el interés por los hechos particulares. Quiero  defender la opinión, tantas veces atacada por los historicistas como pasado de moda, de que la historia se caracteriza por su interés en acontecimientos ocurridos, singular es o específicos, más que en leyes o generalizaciones.

Esta opinión es perfectamente compatible con el análisis del método científico, y especialmente de la explicación causal, hecho en las secciones precedentes. La situación es sencillamente ésta: mientras que las ciencias teóricas se interesan principalmente por la búsqueda y la experimentación de leyes universales, la ciencias teóricas dan por sentadas toda clase de leyes universales y se interesan especialmente en la búsqueda y experimentación de proposiciones singulares. Por ejemplo, dado un cierto «explicandum» singular —un acontecimiento singular—, buscarán las condiciones iniciales singulares que (junto con toda clase de leyes universales, que seguramente serán de poco interés) explican ese «explicandum». O también pueden experimentar una hipótesis singular dada, usándola, junto con otras proposiciones singulares, como condición inicial y deduciendo de estas condiciones iniciales (otra vez con la ayuda de toda clase de leyes universales de poco interés) algún nuevo pronóstico que pueda describir un acontecimiento ocurrido en el distante pasado y que puede ser confrontado con pruebas empíricas, quizá con documentos o inscripciones, etcétera.

En  el sentido propuesto por  este análisis, toda explicación causal de un acontecimiento singular puede decirse histórica en cuanto que la «causa» está siempre descrita por condiciones iniciales singulares. Y esto concuerda perfectamente con la idea popular de que explicar algo         causalmente es explicar cómo y por  qué ocurrió, es decir, contar su «historia». Pero es únicamente en historia donde en realidad nos interesamos por la explicación causal de un acontecimiento singular. En las ciencias teóricas, las explicaciones causales de este tipo son principalmente medios para un fin distinto: la experimentación de leyes         universales.

Si estas consideraciones son correctas, el ardiente interés por las cuestiones de origen mostrado por algunos evolucionistas e historicistas que desprecian la historia a la antigua moda y quieren hacer de ella una ciencia teórica está fuera de lugar. Las cuestiones de origen son cuestiones de cómo y por qué. Tienen una importancia comparativamente pequeña desde el punto de vista teórico y normalmente sólo tienen un interés específicamente histórico.

En  contra de mi análisis de la explicación histórica,[45] se puede argüir que la historia sí que usa leyes universales, a pesar de la enfática declaración de tantos historiadores de que la historia no tiene interés alguno por tales leyes. A  esto podemos contestar que un acontecimiento singular es la causa de otro acontecimiento singular—el cual es su efecto— sólo en relación con alguna ley universal[46]. Pero estas leyes pueden ser tan triviales, conocimientos tan comunes, que no necesitamos mencionarlas y raramente advertir su presencia. Si decimos que la causa de la muerte de Giordano Bruno fue ser quemado vivo en una pira, no necesitamos mencionar la ley universal de que todos los seres vivos mueren cuando son expuestos a un calor intenso. Pero nuestra explicación causal implica tácitamente esta ley.

Entre las, teorías que el historiador político da por sentadas están, naturalmente, ciertas teorías de la sociología: la sociología del poder, por ejemplo. Pero el historiador usa generalmente esas teorías sin darse cuenta de ello. Las usa principalmente, no como leyes universales que le ayudan a experimentar sus hipótesis específicas, sino como algo implícito en su terminología. Al hablar de gobiernos, naciones, ejércitos, usa, normalmente sin advertirlo, los «modelos» que le suministra el análisis sociológico científico o precientífico (véase la sección anterior).

Puede notarse que las ciencias históricas no son las únicas que mantienen esta actitud frente a las leyes universales. Cuandoquiera que nos hallemos ante una aplicación de la ciencia a un problema singular o específico,  nos encontraremos con una situación semejante. El químico práctico, por ejemplo, cuando quiere analizar un cierto cuerpo compuesto —digamos, un pedazo de roca—, rara vez considera alguna ley universal. En vez de esto, aplica, posiblemente sin pensar demasiado en ello, ciertas técnicas rutinarias que, desde el punto de vista lógico, son experimentos de hipótesis singulares como «este cuerpo compuesto contiene azufre». Su interés es principalmente un interés histórico: la descripción de un grupo de acontecimientos específicos de un cuerpo físico individual.

Creo que este análisis resuelve algunas conocidas controversias entre ciertos estudiantes del método de la historia[47]. Un grupo historicista afirma que la historia, que no sólo enumera hechos, sino que intenta presentarlos con alguna forma de conexión causal, tiene que interesarse por la formación de las leyes históricas, ya que causalidad significa fundamentalmente determinación por una ley. Otro grupo, que también incluye historicistas, sostiene que incluso los acontecimientos «únicos», acontecimientos que ocurren sólo una vez y no tienen nada «general» en ellos, pueden ser la causa de otros acontecimientos y que es esta clase de causalidad la que interesa a la historia. Podemos ver ahora que ambos grupos se equivocan y aciertan parcialmente. Leyes universales y acontecimientos específicos son ambos necesarios para cualquier explicación causal, pero, fuera de las ciencias teóricas, las leyes universales normalmente provocan poco interés.

Esto nos conduce a la cuestión de la unicidad de los acontecimientos históricos. En cuanto que nos ocupamos de la explicación histórica de acontecimientos típicos, tienen éstos necesariamente que ser tratados como típicos, como pertenecientes a       clases o categorías de acontecimientos. Porque sólo entonces es aplicable el método deductivo de explicación causal. La historia, sin embargo, no se interesa sólo por la explicación de acontecimientos específicos, sino también por la descripción de un acontecimiento específico como tal. Una de sus tareas más importantes es, sin duda alguna, la de describir los acontecimientos interesantes en su peculiaridad o unicidad; es decir, incluir aspectos que no intenta explicar causalmente como la concurrencia «accidental» de acontecimientos no relacionados causalmente entre sí. Estas dos tareas de la historia, el desenredar los hilos de la causalidad y el describir la manera «accidental» en que se tejen estos hilos, son ambas necesarias y se suplen la una a la otra; una vez un acontecimiento puede ser considerado como típico, esto es, desde el punto de vista de su explicación causal, y otra vez como único.

Estas consideraciones pueden aplicarse a la cuestión de la novedad, discutida en la sección 3. La distinción hecha allí entre «novedad de arreglo o combinación» y «novedad intrínseca» corresponde a la presente distinción entre el punto de vista de la explicación causal y el de la apreciación de la única. En cuanto que la novedad puede ser analizada y predicha racionalmente, nunca puede ser «intrínseca». Esto destruye la doctrina historicista de que las ciencias sociales deberían aplicarse al problema de predecir la emergencia de acontecimientos intrínsecamente nuevos; una exigencia que puede decirse se basa en última instancia en un análisis insuficiente de la predicción y la explicación causal.

 

31. La lógica de la situación en histórica. La interpretación histórica

Pero ¿es esto todo? ¿Es que no hay nada aprovechable en la exigencia historicista de una reforma de la historia, de una sociología que desempeñe el papel de historia teórica o de una teoría del desarrollo histórico? (Véanse las secciones 12 y 16). ¿Es  que no hay nada en las ideas historicistas de «períodos»; del «espíritu» o «estilo» de una época; de tendencias históricas irresistibles; de movimientos que cautivan las mentes de los individuos y que surgen como una inundación, conduciendo a los individuos más que siendo conducidos por ellos? Nadie que haya leído, por ejemplo, las especulaciones de Tolstoi en La Guerra y la Paz—historicista, sin duda alguna, pero declarando sus motivos con franqueza—sobre el movimiento de los hombres del oeste hacia el este y el movimiento contrario de los rusos hacia el oeste,[48] puede negar que el historicismo responde a una necesidad real. Hemos de satisfacer esta necesidad con el ofrecimiento de algo mejor antes que podamos esperar seriamente el vernos libres del historicismo.

El historicismo de Tolstoi es una reacción contra aquel método de escribir la historia que acepta implícitamente la verdad del principio de la jefatura; un método que atribuye mucho—demasiado, si Tolstoi tiene razón, como indudablemente la tiene— al gran hombre, al jefe. Tolstoi intenta mostrar y lo consigue, pienso yo, la poca influencia de las acciones y decisiones de Napoleón, Alejandro, Kutúzov y los otros grandes jefes de 1812 frente a lo que se podría llamar la lógica de los acontecimientos. Tolstoi señala, con razón, la importancia olvidada pero indudablemente grande de las decisiones y acciones de los incontables individuos desconocidos que lucharon en las batallas, que quemaron Moscú y que inventaron la guerra de guerrillas. Pero él cree que puede ver una especie de necesidad histórica en estos acontecimientos: el destino, unas leyes históricas o un plan. En su versión del historicismo, combina el individualismo con el colectivismo metodológico; es decir, representa una combinación típica—típica de su tiempo y, me temo, del nuestro— de elementos democrático-individualistas y nacional-colectivistas.

Este ejemplo nos recordará  que hay algunos elementos aprovechables en el historicismo; es una reacción contra el ingenuo método de interpretar la historia política meramente como la historia de los grandes tiranos y los grandes generales. Los historicistas sienten, con razón, que puede haber algo mejor que este método. Es este sentimiento el que hace tan seductoras sus ideas de «espíritus»; de una época, de una nación, de un ejército.

Ahora bien, no siento ninguna simpatía por esos «espíritus» —ni   por sus prototipos idealistas ni por sus encarnaciones dialécticas y materialistas— y tienen todas mis simpatías los que los tratan con desprecio. Y sin embargo, siento que indican, al menos, la existencia de un vacío, de un lugar que la sociología debe llenar con algo más inteligente, como, por ejemplo, el análisis de los problemas que nacen de las tradiciones. Es decir, queda lugar para un análisis más detallado de la Lógica de las situaciones. Los mejores historiadores han hecho a menudo un uso más o menos inconsciente de esta concepción: Tolstoi, por ejemplo, cuando describe cómo fue la «necesidad» y no una decisión la que hizo que el ejército ruso entregase a Moscú sin lucha y se retirase a sitios donde podía encontrar alimento. Además de esta lógica de la situación, o quizá como parte de ella; necesitamos algo como un análisis de los movimientos sociales. Necesitamos estudios, basados en el individualismo metodológico, de las instituciones sociales que permiten a las ideas extenderse y cautivar a los individuos, de la forma en que se crean las nuevas tradiciones, de la forma en que las tradiciones funcionan y desaparecen. En otras palabras, nuestros modelos individualistas e institucionalistas de entidades colectivas, tales como naciones, o gobiernos, o mercados, tendrán que ser completados por modelos de situaciones políticas y de movimientos sociales, tales como el progreso científico e industrial. (Un esbozo de un análisis del progreso puede encontrarse en la sección siguiente). Estos modelos podrán luego ser usados por los historiadores, en parte como otros modelos y en parte para llevar a cabo explicaciones, empleándolos en este caso como leyes  universales. Pero  incluso esto no sería bastante; esas necesidades reales que el historicismo intenta satisfacer quedarían aún insatisfechas.

Si consideramos las ciencias históricas a la luz de la que puede haber algo mejor que este método. Es este comparación que hemos hecho entre ellas y las ciencias sentimiento el que hace tan seductoras sus ideas de teóricas, podremos ver que su falta de interés por las ciencias sociales las pone en una posición difícil. Porque en las ciencias teóricas, las leyes, entre otras cosas, actúan como centros de interés para las observaciones o puntos de vista desde los cuales se hacen las observaciones. En historia, las leyes universales, que en su mayor parte son triviales y usadas inconscientemente, no pueden de ninguna forma llevar a cabo esta función. Hay que buscar otra cosa. Porque indudablemente no puede haber historia sin un punto de vista; de igual forma que en las ciencias naturales la historia tiene que ser selectiva, si no quiere ahogarse en un mar de datos pobres y mal relacionados. El intento de seguir cadenas de causalidad hasta el pasado remoto no sería de la más mínima ayuda, ya que todo afecto concreto con el que pudiésemos empezar tiene un gran número de diferentes causas parciales; es decir, las condiciones iniciales son muy complejas y la mayoría de poco interés para nosotros.

La única forma de salir de esta dificultad es, creo yo, introducir conscientemente un punto de vista de selección preconcebido en nuestra historia; es decir , escribir aquella historia que nos interese. Esto no significa que podamos torcer y falsear los hechos hasta que cuadren con un marco de ideas preconcebidas o que podamos desdeñar los hechos que no cuadren[49]. Por el contrario, todos los datos que estén  a mano y tengan relación con nuestro punto de vista deben ser considerados cuidadosa y objetivamente (en el sentido de «objetividad científica», que será discutido en la sección siguiente). Pero también significa que no tenemos que preocuparnos por todos aquellos hechos y aspectos que no tienen relación con nuestro punto de vista y que, por tanto, no nos interesan.

Estas actitudes selectivas desempeñan en el estudio de la historia funciones que son en cierta forma análogas a las de las teorías en la ciencia. Es, por tanto, comprensible que a veces se las haya tomado por teorías. Y en efecto, aquellas escasas ideas que, sirviendo de base a estas actitudes, puedan ser formuladas bajo la forma de hipótesis experimentales, ya sean singulares o universales, pueden muy bien ser tratadas como hipótesis científicas. Pero por regla general, estas «actitudes» o «puntos de vista» históricos no pueden ser experimentados. No pueden ser refutados, y las confirmaciones aparentes no tienen, por tanto, ningún valor, aunque sean tan numerosas como las estrellas en el ciclo. Llamaremos a tal punto de vista selectivo o foco de interés histórico, cuando no pueda ser formulado como hipótesis experimentable, una interpretación histórica.

El historicismo  confunde a estas interpretaciones históricas con teorías. Es éste uno de sus errores cardinales. Es posible, por ejemplo, interpretar a la «historia» como la historia de la lucha de clases, o de la lucha de las razas por la supremacía, o la historia de las ideas religiosas, o como la historia de la lucha entre la sociedad «abierta» y la «cerrada», o como la historia del progreso científico o industrial. Todos estos puntos son puntos de vista más o menos interesantes y, cómo tales, perfectamente admisibles. Pero los historicistas no los presentan como tales; no ven que hay necesariamente una pluralidad de interpretaciones que tienen básicamente la misma medida de sugestión y de arbitrariedad (aunque algunos de ellos puedan ser distinguidos por su fertilidad, no lo olvidemos). En vez de esto, los presentan como doctrinas o teorías, afirmando que «toda la historia es la historia de la lucha de clases», etc. Y si, de hecho, encuentran que su punto de vista es fértil y que son muchos los hechos que pueden ser interpretados y ordenados a la luz de éste, lo toman equivocadamente por una confirmación o incluso una prueba de su doctrina.

Por otra parte, los historiadores clásicos que acertadamente se oponen a este procedimiento están expuestos a caer en un error diferente. Como buscan la objetividad, se sienten obligados a evitar cualquier punto de vista selectivo; pero ya que esto es imposible, suelen adoptar tales puntos de vista sin darse cuenta de ello. Esto tiene que desbaratar sus esfuerzos por ser objetivos, porque es imposible mantener una actitud crítica frente al propio punto de vista y ser consciente de sus limitaciones, sin advertir que se tiene un punto de vista.

La  salida de este dilema, naturalmente, es la de ver claramente la necesidad de adoptar un punto de vista; expresar este punto de vista llanamente, y estar siempre avisado Je que es uno entre muchos y que, aunque fuese equivalente a una teoría, podría no ser contrastable.

 

32. La teoría institucional del progreso

Con el fin de hacer menos abstractas nuestras consideraciones, intentaré en esta sección esbozar muy brevemente una teoría del progreso científico e industrial. Intentaré ejemplificar de esta forma las ideas desarrolladas en las cuatro últimas secciones; más especialmente la   idea de la lógica de la situación y del individualismo metodológico que no cae en la psicología. Escojo el ejemplo del progreso científico e industrial porque fue indudablemente este fenómeno el que inspiró el historicismo moderno del siglo XIX y porque he discutido previamente algunas de las opiniones de Mill sobre este asunto.

ComteMill, se recordará, sostenían que el progreso era una tendencia incondicional o absoluta, que es reducible a las leyes de la naturaleza humana. «Una ley de sucesión—escribe Comte—, incluso cuando es señalada con toda la autoridad posible por el método de la observación  histórica, no debería ser admitida definitivamente hasta que no haya sido racionalmente reducida a la teoría positiva de la naturaleza humana…»[50] Cree que la ley del progreso es deducible de una tendencia de los individuos que les lleva a perfeccionar su naturaleza más y más. En todo esto Mill le sigue enteramente, intentando reducir su ley del progreso a lo que llama «la progresividad de la mente humana»[51], cuya primera  «fuerza impelente… es el deseo de aumentar las comodidades materiales». Según Comte y Mill, el carácter incondicional o absoluto de esta tendencia o cuasi-ley nos permite deducir de ella los primeros pasos o fases de la historia, sin necesidad       de ninguna condición inicial u observaciones o datos históricos[52]. En principio, el curso entero de la historia tendría que ser deducible de esta forma; la única dificultad es, como lo dice Mill, que «una serie tan larga…, compuesto cada término sucesivo de aún mayor número y variedad de partes, no podría ser computada de ninguna forma por las facultades humanas».[53]

La  debilidad de esta «reducción» de Mill parece obvia. Incluso si concediésemos las premisas y deducciones de Mill, no se seguiría que el efecto social o histórico iba a ser importante. El progreso podría, por ejemplo, ser mínimo y desdeñable, digamos, por pérdidas debidas a un medio ambiente natural intratable. Además, las premisas están basadas sobre un solo aspecto de la«naturaleza humana», sin  considerar otros, como la desmemoria o la indolencia. Así, donde observamos una condición y estado precisamente contrarios a los descritos por Mill, podemos igualmente «reducir» estas observaciones a la «naturaleza humana». (¿No es, en efecto, uno de los trucos más populares de las así llamadas teorías históricas el explicar la decadencia y destrucción de los imperios por rasgos como la pereza y una tendencia a la gula?) De hecho, muy pocos acontecimientos habrá que no puedan ser plausiblemente explicados por una llamada a ciertas propensiones de la «naturaleza humana». Pero un método capaz de explicar cuanto podría ocurrir no explica nada.

Si queremos reemplazar esta teoría sorprendentemente ingenua por una más sólida, tenemos que dar dos pasos. En primer lugar, tenemos que intentar encontrar condiciones de progreso, y con este fin debemos aplicar los principios expuestos en la sección 28: debemos intentar imaginar las condiciones bajo las cuales el progreso se detendría. Esto lleva inmediatamente al descubrimiento de que una propensión psicológica por sí sola no puede bastar para explicar el progreso, ya que se pueden encontrar otras condiciones de las cuales éste puede depender. Por eso, debemos, en segundo lugar, reemplazar la teoría de las propensiones psicológicas por algo mejor; sugiero que por un análisis  institucional (y tecnológico) de las condiciones del progreso.

¿Cómo    podríamos   detener el progreso científico e industrial? Cerrando, o controlando, los laboratorios de investigación, cerrando o controlando las revistas científicas y otros medios de discusión, suprimiendo los congresos  y conferencias científicas, suprimiendo las universidades y otras escuelas, suprimiendo los libros, la imprenta, la palabra escrita y , por  fin, la palabra hablada. Todas estas cosas que, de hecho, podrían ser suprimidas (o controladas) son instituciones sociales. El lenguaje es una institución social sin la cual el progreso científico es impensable, ya que sin él no puede haber ni ciencia ni una tradición creciente y progresiva. Escribir es una institución social, y también lo son las organizaciones de imprenta y publicación y todos los otros instrumentos institucionales del método científico. El método científico mismo tiene aspectos sociales. La ciencia, y más especialmente el progreso científico, son los resultados no de esfuerzos aislados, sino de la libre competencia del pensamiento. Porque la ciencia necesita cada vez más competencia entre las hipótesis, y cada vez más rigor en los experimentos. Y las hipótesis en competencia necesitan representación personal, por así decirlo: necesitan abogados, necesitan un jurado incluso un público. Esta representación personal tiene que estar organizada institucionalmente, si queremos estar seguros de que funcione. Y estas instituciones deben ser pagadas, deben ser protegidas por la ley. En último lugar, el progreso depende en gran medida de factores políticos, de instituciones políticas que salvaguarden la libertad de pensamiento: de la democracia.

Es  interesante que    lo que normalmente se llama objetividad científica se basa, hasta cierto punto, en instituciones sociales. La ingenua opinión de que la objetividad científica se basa en la actitud mental o psicológica del hombre de ciencia individual, en su educación, cuidado y desinterés científico, genera como reacción la opinión escéptica de que los hombres de ciencia no pueden nunca ser objetivos. Según esta opinión, su falta de objetividad será seguramente desdeñable en las ciencias naturales, en las que sus pasiones no se excitan, pero en las ciencias sociales, en las que quedan implicados prejuicios sociales, preferencias de clase  e intereses personales, puede ser fatal. Esta doctrina, desarrollada con todo detalle por la llamada «Sociología del Conocimiento» (véanse  las secciones 6 y 26), olvida enteramente el carácter social o institucional del conocimiento científico, porque se basa en la ingenua opinión de que la objetividad depende de la psicología del hombre de ciencia individual. Olvida el hecho de que ni la sequedad ni la abstracción de una materia de estudio de las ciencias naturales impide que la parcialidad y el interés propio influyan en las creencias del hombre de ciencia, y que si tuviésemos que depender de su desinterés, incluso la ciencia, natural sería totalmente inhacedera. Lo que la sociología del conocimiento olvida es precisamente la sociología del conocimiento, el carácter social o público de la ciencia. Olvida el hecho de que es el carácter público de la ciencia y de sus instituciones el que impone una disciplina mental sobre el hombre de ciencia individual y el que salvaguarda la objetividad de la ciencia y su tradición de discutir críticamente las nuevas ideas[54].

En relación con esto, quizá podría tocar otra de las doctrinas presentadas en la sección 6 (Objetividad y valoración). Se sostuvo allí que, como la investigación científica de problemas sociales tiene necesariamente que influir en la vida social, es imposible que el sociólogo que advierta esta influencia mantenga la debida actitud científica de objetividad desinteresada. Pero no hay nada privativo de la ciencia social en esta situación. Un físico o un ingeniero físico están en la misma situación. Sin ser un sociólogo, puede darse cuenta de que el invento de un nuevo avión puede tener una influencia tremenda sobre la sociedad.

Acabo de esbozar algunas de las condiciones institucionales sobre cuya realización depende el       progreso científico e industrial. Ahora bien, es importante el darse cuenta de que la mayoría de estas condiciones no pueden llamarse necesarias y que todas ellas, tomadas conjuntamente, no son suficientes.

Estas condiciones no son necesarias, ya que, sin estas instituciones (exceptuándose quizá el lenguaje), el progreso científico no sería estrictamente imposible. Después de todo, se ha «progresado», de hecho, de la palabra hablada a la palabra escrita y aún más allá (aunque este temprano desarrollo no fuese quizá, hablando en propiedad, desarrollo científico).

De otra parte, y esto es más importante, debemos darnos cuenta  de que con la mejor organización institucional del mundo el progreso científico quizá se detenga al día. Puede haber, por ejemplo, una epidemia de misticismo. Esto es ciertamente posible, ya que, si ciertos intelectuales de hecho reaccionan ante el progreso científico (o la exigencia de una sociedad abierta) refugiándose en el misticismo, todo el mundo podría en cierto momento reaccionar de esta forma. Tal posibilidad podría quizá ser prevenida por la creación de un número adicional de instituciones sociales, tales como instituciones de educación, cuyo fin fuese el desalentar la uniformidad de opiniones y el alentar la diversidad. También la idea de progreso y su propagación entusiástica podría tener algún efecto. Pero todo esto no puede asegurarnos el progreso. Porque no podemos excluir la posibilidad lógica de, digamos, una bacteria o virus que extendiese un deseo de Nirvana.

Nos encontramos, por tanto, con que incluso las mejores instituciones no pueden ser infalibles. Como he dicho antes, «Las instituciones son como las fortalezas. Tienen que estar bien proyectadas y además propiamente guarnecidas de hombres». Nunca podremos estar seguros de que los hombres adecuados se sentirán atraídos por la investigación científica. Ni tampoco podemos estar seguros de que habrá hombres de imaginación que tengan el don de inventar nuevas hipótesis. Y en última instancia, mucho depende de la pura suerte en estas cosas. Porque la verdad no está manifiesta y es una equivocación el creer—como lo hicieron Comte y Mill[55]— que, una vez que se quiten los «obstáculos» (aludían a la Iglesia),  la verdad será visible para todos los que sinceramente quieran verla.

Creo que el resultado de este análisis puede generalizarse. El factor personal o humano continuará siendo el factor irracional por excelencia en la mayoría, o todas, las teorías sociales institucionales. La doctrina contraria, que enseña la reducción de las teorías sociales a la psicología de la misma forma que intentamos reducir la química a la física, está, creo, basada en un malentendido.

Nace de la falsa creencia de que este «psicologismo metodológico» es un corolario necesario del individualismo metodológico, en base a la inatacable doctrina de que debemos intentar entender todos los fenómenos colectivos como debidos a las acciones, interacciones, fines, esperanzas y pensamientos de los hombres individuales, y como debidos a las tradiciones creadas y conservadas por los individuos. Pero podemos ser individualistas sin aceptar el psicologismo. El «método cero» de construir modelos racionales no es un método psicológico, sino más bien un método lógico.

De hecho, la psicología no puede ser la base de la ciencia social. En primer lugar, porque ella misma es meramente una de las ciencias sociales: la «naturaleza humana» varía considerablemente con las instituciones sociales y su estudio; por tanto, presupone una comprensión de estas instituciones. En segundo lugar, porque las ciencias sociales se ocupan en gran medida de las repercusiones o consecuencias no intencionadas de las acciones humanas. Y «no intencionadas» en este contexto no significa «no intencionadas conscientemente», más bien caracteriza las repercusiones que pueden violar todos los intereses del que actúa socialmente, ya conscientes o inconscientes: aunque algunas personas puedan sostener que un gusto por la soledad de las montañas puede explicarse psicológicamente, el hecho de que si, a demasiadas personas les gustan las montañas, no podrán gozar de la soledad porque éstas estarán llenas de gente, no es un hecho psicológico; por el contrario, esta clase de problema está en la raíz misma de la teoría social.

Con esto hemos llegado a un resultado que contrasta sorprendentemente con el método, aún de moda, de Comte y de Mill. En vez de reducir las consideraciones sociológicas a la base aparentemente firme de la psicología de la naturaleza humana, podríamos decir que el factor humano es, en última instancia, el elemento incierto y voluble por excelencia de la vida social y en todas  las instituciones sociales. En efecto, éste es el elemento que en última instancia no puede ser controlado completamente por las instituciones (como primeramente lo vio Spinoza),[56] pues cualquier intento de controlarlo completamente tiene que desembocar en la tiranía; esto es, en la omnipotencia del factor humano, los caprichos de unos pocos hombres o incluso de uno.

Pero ¿no es posible    controlar el factor humano por la ciencia, polo opuesto del capricho? Sin duda, la biología y la psicología pueden resolver, o podrán pronto resolver, el «problema de transformar al hombre». Sin embargo, aquellos que intenten hacer esto destruirán inevitablemente la objetividad de la ciencia y de esa forma a la ciencia misma, ya que ambas están basadas en la libre competencia del pensamiento; es decir en la libertad. Si se quiere que continúe el crecimiento de la razón y que sobreviva la racionalidad humana, nunca se habrá de intervenir en la diversidad de los individuos y de sus opiniones, fines y propósitos (excepto en casos extremos, cuando la libertad política está en peligro). Incluso la llamada, tan satisfactoria emocionalmente, a una común tarea, por excelente que sea, es una llamada a abandonar toda rivalidad de opiniones morales y la mutua crítica y discusión causadas por esas opiniones. Es una llamada a abandonar el pensamiento racional.

El   evolucionista que pide el control «científico» de la naturaleza humana no advierte lo suicida que es esta petición. El resorte y motor de la evolución y el progreso es la variedad  del material que pueda llegar a ser objeto de selección. En cuanto concierne a la evolución humana lo es la «libertad de ser singular y distinto del vecino», «de estar en desacuerdo con la mayoría y seguir el propio camino».[57] El control balístico, que llevaría no a la igualación de los derechos humanos, sino a la de las mentes humanas, significaría el final del progreso.

 

33.     Conclusión. El     atractivo emocional del historicismo

El historicismo es un movimiento muy antiguo. Sus formas más antiguas, tales como las doctrinas de los ciclos vitales de las ciudades y de las razas, preceden incluso a la opinión teleológica de que hay propósitos escondidos[58] tras los decretos aparentemente ciegos del destino. Aunque esta adivinación de propósitos escondidos está muy alejada de la actitud científica, ha dejado huellas inconfundibles sobre las teorías historicistas incluso más modernas. Todas las versiones del historicismo son expresiones de una sensación de estar siendo arrastrado hacia el futuro por fuerzas irresistibles.

Los historicistas modernos, sin embargo, parecen no haberse dado cuenta de la antigüedad de su doctrina. Creen—¿y qué otra cosa podría permitir su deificación del modernismo?—que su propia versión del historicismo es la última  y más audaz realización de la mente humana, una realización tan sensacionalmente moderna que muy poca gente está lo suficientemente adelantada para comprenderla. Creen, además, que son ellos los que han descubierto el problema del cambio, uno de los problemas más viejos de la metafísica especulativa. Al contrastar su «dinámico» pensar con el pensar «estático» de todas las generaciones previas, creen que su propio avance ha sido posible por el hecho de que ahora estamos «viviendo en una evolución» que ha acelerado tanto la velocidad de nuestro desarrollo que el cambio social puede notarse ahora en el espacio de una vida. Esto es, naturalmente, pura mitología. Han ocurrido revoluciones importantes antes de nuestro tiempo, y desde los días de Heráclito el cambio ha sido descubierto una y otra vez[59].

El hecho de presentar una idea tan venerable como audaz y revolucionaria descubre, creo yo, un conservadurismo inconsciente, y los que contemplamos este gran entusiasmo por el cambio podemos muy bien preguntarnos si no será sólo una de las caras de una actitud ambivalente y si no habrá una resistencia interna al cambio a la que el historicista quiera sobreponerse con este entusiasmo. Si esto es así, queda explicado el religioso fervor con el que esta vieja y carcomida filosofía es proclamada como la última y, por tanto, la mayor revelación de la ciencia. Después de todo, ¿no serán     los historicistas los que tienen miedo del cambio?¿Y no será quizá este temor a cambiar lo que les hace tan absolutamente incapaces de reaccionar racionalmente ante la crítica y lo que hace que los demás acojan tan bien sus enseñanzas? Ciertamente parece como si los historicistas estuviesen intentando compensar la pérdida de un mundo inmutable aferrándose a la creencia de que el cambio puede ser previsto porque está regido por una ley inmutable.



[1] Véase F .A. von    Hayek, «Scientism and the Study of Society», Economica, N. S., vol. IX, especialmente, pág. 269. El profesor Hayek usa el término de «cientifismo» para designar la «servil imitación de los métodos y el lenguaje de la ciencia». Aquí se usa más bien como un nombre para la imitación de lo que cierta gente toma equivocadamente como el método y el lenguaje de la ciencia.

[2] Estoy de acuerdo con el  profesor Raven cuando, en su Science, Religion, and the Future (1943), llama a este conflicto «una tormenta en  una taza de té victoriana»; aunque la fuerza de esta observación quede quizá un poco disminuida por la atención que presta a los vapores que siguen saliendo de la taza, a los Grandes Sistemas de la Filosofía Evolucionista, producidos por Bergson, Whitehead, Smuts y otros.

[3] Sintiéndome algo intimidado por la tendencia de los evolucionistas a acusar de oscurantismo a toda persona que no comparte su actitud emocional hacia el evolucionismo, al que conciben como un «reto atrevido y revolucionario al  pensamiento tradicionalista», es mejor que diga aquí que veo en el darwinismo moderno la mejor explicación de los hechos en cuestión. Un buen ejemplo de  la actitud emocional de los evolucionistas es la afirmación de C.H.  Waddington (Science and Ethics, 1942, pág 17) de que «debemos aceptar la dirección que nos impone la evolución como buena sencillamente porque es buena»; una afirmación que también demuestra que aún es valedero hoy el siguiente revelador comentario del profesor Bernal sobre la controversia darwiniana (ibíd., pág. 115): «No era que la ciencia tuvieseque combatir contra un enemigo externo, la Iglesia; era que la Iglesia estaba dentro de los hombres de ciencia mismos».

[4] Incluso una proposición como «todos los vertebrados tienen una pareja común de ascendientes» no es, a pesar de la palabra «todos» una ley universal de la Naturaleza; pues se refiere a los vertebrados que existen sobre la tierra, más que a todos los organismos, de cualquier tiempo o en cualquier lugar, que tengan esa constitución  que consideramos característica de los vertebrados. Véase mi Logic of Scientific Discovery, sección 14 y sig.

[5] Véase T . H. Huxley, Lay Sermons (1880), pág. 214. La creencia de Huxley en una ley de la evolución es muy sorprendente, dada su actitud profundamente   crítica ante la idea de la existencia de una ley de progreso (inevitable). La explicación de esta  actitud crítica parece ser que no sólo distinguía nítidamente entre evolución natural y progreso, sino que sostenía (con razón creo yo) que estas dos cosas no tienen nada que ver la una con la otra. Julian Huxley, en su interesante análisis de lo que llama «progreso evolucionario» (Evolution, 1942, págs. 559 y sigs.) me parece que no añade nada nuevo a esto, aunque aparentemente quiera establecer un lazo de unión entre la evolución y el progreso. Pues admite que la evolución, aunque a veces sea «progresiva», más frecuentemente no lo es. (Para esto, y para la definición de Huxley de «progreso», véase la nota 26, pág. 142, de la presente obra). El hecho de que por otra parte todo el desarrollo «progresivo» sea evolucionario es poco más que una perogrullada. (Quizá el llamar progresiva—en el sentido que Huxley da a esa palabra—a la sucesión de tipos dominantes, no signifique más que esto: que llamamos «tipos dominantes» a aquellos de entre los tipos más afortunados que también son los más «progresivos»).

[6] Véase H. A. L. Fisher, History of Europe, vol. T, pág. VII (bastardilla mía). Véase, también, F .A.von Hayek, op. cit., Economica, vol. X, pág. 58, que critica el intento de «encontrar leyes, cuando la naturaleza del caso impide que sean encontradas, en la sucesión de los fenómenos históricos únicos y singulares».

[7] Platón describe el ciclo del Gran Año en El Político; basándose en la suposición de que vivimos en la estación de la degeneración y decadencia, aplica esta doctrina en La República a la evolución de las ciudades griegas, y en Las Leyes al Imperio Persa.

[8] El profesor  Toynbee insiste en que su método es investigar empíricamente el ciclo vital de veintiún especímenes y pico de la especie biológica llamada «civilización». Pero incluso él no parece estar influido, en su adopción de este método, por ningún deseo de contestar al argumento de Fisher (citado anteriormente); por lo menos no veo ninguna indicación de un deseo de esta clase en sus comentarios sobre este argumento, que se contenta con despachar como una expresión de la «creencia occidental moderna en la omnipotencia del azar»; véase A Study of History, vol. V, pág. 414. No creo que esta caracterización haga justicia a Fisher, quien dice a continuación del pasaje citado: «…La realidad del progreso está descrita clara  y ampliamente en la página de la Historia; pero el progreso no es una ley de la naturaleza. El terreno ganado por una generación puede ser perdido por la siguiente».

[9] En biología, la posición es semejante, en cuanto que una multiplicidad de evoluciones (por ejemplo, de géneros diferentes) puede tomarse como una base de generalizaciones.Pero esta comparación de evoluciones ha llevado meramente a la descripción de  tipos de procesos evolucionados. La posición es la misma que en la historia social. Quizá encontremos que ciertos tipos de acontecimientos se repiten aquí y allí, pero ninguna ley que describa bien el curso de todos los procesos evolucionados (como una ley de ciclos de evolución), bien el curso de la evolución en general, puede resultar de una comparación de esta clase. (Véase la nota 26, pág.142).

[10] De casi todas las teorías puede decirse que están de acuerdo con muchos hechos: ésta es una de las razones por las que una teoría sólo puede considerarse corroborada si uno      es incapaz de encontrar hechos que la refuten, en vez de si uno es capaz de encontrar hechos que la apoyen; véase la sección 29,  más adelante, y mi Logic of Scientific Discovery, especialmente el capítulo VIII. Un ejemplo del procedimiento criticado aquí son las investigaciones supuestamente empíricas del profesor Toynbee sobre el ciclo vital de lo que él llama las «especies de civilización» (véase nota 8, pág. 75, de la presente obra). Parece pasar por alto el hecho de que clasifica como civilizaciones sólo aquellas entidades que están de acuerdo con su creencia a priori en los ciclos vitales. Por ejemplo, el profesor Toynbee contrasta (op. cit., vol. I, págs. 147 a 149) sus «civilizaciones» con las sociedades primitivas para establecer su doctrina de que las dos no pueden pertenecer a la misma «especie» aunque pertenezcan al mismo «género». Pero la única base de esta clasificación es una intuición a priori sobre la naturaleza de las civilizaciones. Esto se puede ver con su argumento de que las dos son tan claramente diferentes como un elefante de un conejo, un argumento intuitivo cuya debilidad se hace aparente si consideramos el caso de un perro san Bernardo y un pekinés.  Pero la cuestión, en su totalidad (la de si las dos pertenecen a la misma especie o no), es inadmisible, pues está basada en el  método cientifista de tratar a las cosas colectivas como si fuesen cuerpos físicos o biológicos. Aunque este método ha sido criticado a menudo (véase, por ejemplo, F.A.  von Hayek, Economica, vol. X, págs. 41 y sigs.), estas críticas no han recibido nunca una contestación adecuada.

[11] Toynbee, op. cit., vol, I, pág. 176.      

[12] La continuación de un estado incambiado de movimiento queda naturalmente explicada por la ley de inercia. Para un ejemplo de un intento típicamente «cientifista» de computar «fuerzas» políticas con la ayuda del teorema de Pitágoras, véase la nota 10, pág. 77.

[13] La confusión creada al hablar de «movimiento», «fuerza», «dirección», etc., puede calcularse cuando se considera que Henry Adams, el famoso historiador americano, creía seriamente poder determinar el curso de la historia fijando la posición de dos puntos de su trayectoria: el uno colocado en el siglo XIII, el otro en el momento en que vivió. El mismo dice  de este proyecto: «Con la ayuda de estos dos puntos…esperaba proyectar sus líneas adelante y hacia atrás indefinidamente…, ya que—argüía—cualquier niño podría ver que el hombre, como fuerza, ha de ser medido por su movimiento, desde un punto fijo» (The Education of Henry Adams, 1918, págs. 434 y sigs). Como un ejemplo más reciente, puedo citar la reflexión de Waddington (Science and Ethics, págs. 17 y sig.) de que «un sistema» es «algo cuya existencia implica movimiento a lo largo de un camino evolucionado…» y que (págs. 18 y sig.) «la naturaleza de la contribución de la ciencia ética… es la revelación     de la naturaleza, del carácter y la dirección del proceso evolucionario en el mundo, como un        todo…».

[14] Véase mi Logic of Scientific Discovery, sección 15, donde se dan razones para considerar las proposiciones existenciales como metafísicas (en el sentido de no científicas); véase también la nota 28, pág. 143, de la presente obra.

[15] Una            ley, sin embargo, puede afirmar que bajo ciertas circunstancias (condiciones iniciales) se encontrarán ciertas tendencias; además, después que una tendencia ha sido explicada de esta forma, es posible formular una ley correspondiente a la tendencia; véase también la nota 29, págs. 143-144.

[16] Quizá valga la pena señalar que la economía del equilibrio es indudablemente dinámica (en el sentido «razonable» como opuesto al sentido «comtiano» de este término), aunque el tiempo no tome parte en la ecuación. Pues esta teoría no afirma que el equilibrio se consiga en ninguna parte; solo afirma que todo desequilibrio (y están ocurriendo desequilibrios todo el tiempo) es seguido por un reajuste, por un  «movimiento» hacia el equilibrio. En física, la estática es la teoría de los equilibrios y no de los movimientos hacia el equilibrio; un sistema estático no se mueve.

[17] Mill, Logic, Libro  VI, cap. X, sección 3. Para la teoría de Mill de los «efectos progresivos» en general, véase también Libro III, cap. XV,  sección 2 y sig.

[18] Mill  parece olvidar el hecho de que sólo las más simples secuencias aritméticas y geométricas son tales que «unos pocos términos» basten para determinar «su principio». Es fácil construir secuencias aritméticas más complicadas, en las cuales miles de términos no bastarían para descubrir su ley de construcción, aunque se sepa que tal ley existe.

[19] Para las aproximaciones que más se acercan a tales leyes, véase la sección 28, especialmente la nota 29, págs.143 y 144.

[20] Véase Mill, op. cit. Mill distingue dos sentidos de la palabra «progreso»; en el sentido más amplio  está opuesta al cambio cíclico, pero no implica mejoría. (Discute el «cambio progresivo» en el    sentido mencionado más completamente en op. cit., Libro   III, cap. XV). En el sentido más estrecho, implica mejoría. Enseña que la persistencia del progreso, en      el sentido  más  amplio, es una cuestión de método (esto no lo entiendo), y en el sentido   más estrecho un teorema  de sociología.

[21] En muchos escritos historicistas y evolucionistas es a menudo imposible  descubrir dónde termina la metáfora y dónde empieza en serio la teoría. (Véanse,  por ejemplo, las notas 10 y 13, págs. 125 y 129). Y debemos incluso estar preparados ante la posibilidad de que ciertos historicistas  lleguen a negar que haya diferencia entre metáfora y teoría. Considérese, por ejemplo, la siguiente cita de los escritos de la psicoanalista Karin Stephen: «Concedo que la explicación moderna que he intentado proponer aún no sea más que una metáfora… No creo que debamos  avergonzarnos… porque las hipótesis científicas están de hecho todas basadas en la metáfora ¿Qué otra cosa es, si no, la teoría ondulatoria de la luz…?» (Cfr. Waddington, Science and Ethics, pág. 80; véase también la pág. 76, sobre la gravedad). Si el método de la ciencia aún fuese el del esencialismo, es decir , el método de preguntar «¿qué es esto?»  (cfr. la sección 10, anteriormente), y si la teoría ondulatoria de la luz fuese una doctrina esencialista de que la luz es movimiento de ondas u olas, esta reflexión estaría justificada. Pero de hecho, una de las diferencias centrales entre el psicoanálisis y la teoría ondulatoria de la luz es que mientras que el Primero es aún ampliamente esencialista y metafórico, la segunda no lo es.

[22] Esta cita y la siguiente son de Mill, Logic, Libro VI, cap. X, sección 3. Considero que la expresión «ley empírica» (usada por Mill como nombre de una ley con un grado de generalidad bajo) es desgraciada, porque todas las     leyes  científicas son empíricas: todas   se aceptan o rechazan en base a pruebas empíricas. (Para las «leyes empíricas» de Mill, véase también op. cit., Libro III, capítulo VI, y Libro VI, capítulo V , sección 1.) La distinción de Mill ha sido aceptada por C. Menger, quien opone «leyes exactas» a «leyes empíricas»; véase The Collected Works, vol. II, págs. 38 y sigs. y 259 y sigs.

[23] Véase Mill, op. cit., Libro VI, cap. X, sección 4 Véase también Comte, Cours de philosophie positive, IV , pág. 335.       

[24] Mill, op. cit., Libro III, cap. XII, sección 1. Para la «derivación» o  «deducción inversa» de lo que él mismo llama «leyes empíricas»; véase también lib. cit., cap.  XVI, sección 2.

[25] Este párrafo, que contiene el análisis de la explicación causal de un determinado acontecimiento, es cita casi textual de mi Logic of Scientific Discovery, sección 12. Ahora me inclino a sugerir una definición de «causa»  sobre la base de la semántica de Tarski (que no conocía cuando se escribió ese libro), de la forma siguiente: el acontecimiento (singular) A se llama la causa del acontecimiento (singular) B si, y sólo si, de un conjunto de proposiciones universales ver daderas (leyes de la naturaleza) se sigue una implicación material, cuyo implicante designa a A y cuyo implicado  designa a B. De forma semejante podríamos definir el concepto de «causa científicamente aceptada». Para el concepto semántico de designación, véase Carnap, Introduction to Semantics (1942). Parece que la definición más arriba expuesta podría ser mejorada por el uso de lo  que Carnap llama «conceptos absolutos». Para algunas observaciones históricas referentes al problema de causa, véase la nota 7 del capítulo 25 de mi libro La sociedad abierta y sus enemigos.

[26] Para una discusión de las tendencias evolucionarías, véase J. Huxley, Evolution (1942), cap. IX. En cuanto a la teoría del Progreso Evolucionario de Huxley (op. cit., cap. X), me parece que todo lo que razonablemente puede afirmarse es esto: la tendencia general hacia una creciente variedad de formas, etc., deja lugar de todas maneras para la afirmación de que el progreso (la definición de Huxley se discute más abajo) a veces tiene lugar y a veces no; que la evolución de algunas de las formas es, a veces, progresiva, mientras que la de la mayoría no lo es; y que no hay razón general  por la que debamos esperar que en el futuro aparecerán formas que hayan progresado más aún. (Cfr. la afirmación de Huxley —op. cit., pág. 571—de que si el hombre desapareciese sería casi absolutamente improbable que hubiese más progreso. Aunque sus argumentos no me convencen, implican algo con lo que me inclino a estar de acuerdo; a saber, que el progreso biológico es, en cierta manera, algo accidental). En cuanto a la definición de Huxley de progreso como una creciente eficacia biológica en todos los terrenos, es decir, un creciente control sobre el medio ambiente y una creciente independencia de él, me da la impresión de que ha conseguido, en efecto, expresar adecuadamente las  intenciones de muchos de los que ha usado este término. Además, los términos definidores mismos no son, lo admito, antropocéntricos; no contienen un juicio de valor. Y , sin embargo, el llamar «progreso» a una creciente eficacia o control me parece que expresa un juicio de valor; expresa la creencia de que la eficacia o el control son buenos, y que la expansión de la vida y su creciente conquista de la materia muerta es deseable. Pero es ciertamente posible adoptar valores muy distintos. No creo, por tanto, que la aserción de Huxley de haber dado una «definición objetiva» del progreso evolucionario, libre de  antropomorfismo y de juicios de valor sea sostenible. (Véase op. cit., pág. 559   también la pág. 565, discutiendo la opinión de J.B.S. Haldane de que la idea de progreso es antropocéntrica).

[27] El que en el caso de Mill sea esta confusión la principal responsable de su creencia en la existencia de lo que llamo «tendencias absolutas», se puede ver analizado su Logic, Libro III, capítulo XVI.

[28] Hay algunas razones lógicas para describir la creencia en una tendencia absoluta, como metafísica o no-científica (cfr. nota 14, pág. 130). Tales tendencias pueden ser formuladas por medio de proposiciones existenciales no-específica o generalizadas. («Existe tal y tal tendencia»), que no podemos experimentar, ya que ninguna observación de que ha habido una desviación de la tendencia puede refutar a esta proposición; pues siempre podemos esperar que, «a la larga», con desviaciones en la dirección contraria, volverán las cosas a su sitio

[29] Si conseguimos determinar la condición específica suficiente o completa, de la específica tendencia, podemos formular la ley universal: «Cuando quiera que haya condiciones de la clase c, habrá una tendencia de la clase t». La idea es intachable desde el punto de vista lógico; pero es muy diferente de la idea de Comte y de Mill de una ley de sucesión que, como tendencia  absoluta, o como la ley de una secuencia matemática, caracterice la corriente general de los acontecimientos. Además ¿cómo podríamos determinar que nuestras condiciones son suficientes? O lo que equivale a lo mismo, t ¿cómo podríamos experimentar una ley que tuviese la forma indicada más arriba? (No debemos olvidar que estamos discutiendo la posición b) de la sección 27, que implica la afirmación  de que la tendencia puede ser experimentada). Para experimentar tal ley tenemos que intentar encontrar condiciones bajo las cuales la tendencia no se mantiene; con este fin intentaremos mostrar que las condiciones de la clase c son insuficientes, y que, incluso en su presencia, una tendencia como no siempre tiene lugar. (Si nuestros mejores esfuerzos para mostrar esto fracasan, quizá estemos justificados en decir que dicha ley ha sido corroborada). Un Método como este (esbozado en la sección 32) sería intachable. Pero no se puede aplicar a las tendencias absolutas del historicista; son ingredientes necesarios y omnipotentes de la vida social, y no pueden ser eliminados por ninguna modificación de las condiciones sociales. (Podemos ver aquí otra vez el carácter «metafísico» de la creencia en tendencias que no son específicas, tales como las tendencias generales: las proposiciones que expresan tal creencia no pueden ser experimentadas; véase también la nota anterior).

[30] Véase V.   KraftDie Grundformen der wissenscbaftlichen Methoden (1925).

[31] Véase mi Logic of Scientific Discovery, sobre la que se basa la presente sección, especialmente la doctrina de experimentos por medio de la deducción («deductivismo») y la redundancia de cualquier «inducción» adicional, ya que las teorías siempre retienen su carácter hipotético («hipoteticismo»), y doctrina de que los experimentos científicos son genuinos intentos de refutar las teorías («eliminacionismo»); véase también la discusión de la experimentabilidad y la refutabilidad. La oposición aquí apuntada entre el deductivismo y el ínductivismo, corresponde en ciertos respectos a la distinción clásica entre el racionalismo y el empirismo. Descartes era un deductivista, ya que concebía todas las ciencias como sistemas deductivos, mientras que todos los empiristas ingleses,

de Bacon en adelante, concebían las ciencias como colecciones  de observaciones de las cuales se obtienen generalizaciones por inducción. Pero Descartes creía que los principios, las premisas de los sistemas deductivos tienen que ser seguros y evidentes, «claros y distintos». Estaban basados en una penetración y clarividencia de la razón. (Son válidos sintéticamente y a priori, en lenguaje kantiano). En oposición a esto, yo las concibo como conjeturas de carácter tentativo, es decir, hipótesis. Estas hipótesis, sostengo, tienen que ser en principio refutables: es aquí donde me desvío de los dos grandes deductivistas modernos. Henri Poincaré y Pierre Duhem. Poincaré y Duhem reconocían ambos la imposibilidad de concebir las teorías de la física como generalizaciones inductivas. Se dieron cuenta de que las mediciones observadas,  que forman el punto de partida de las generalizaciones, son, por el  contrario, interpretaciones hechas a la luz de las teorías. Y rechazaron no sólo el  inductivismo, sino también la creencia racionalista en unos principios o axiomas sintéticos a priori, válidos.  Poincaré los interpretó como analíticamente verdaderos, como definiciones;  Duhem los interpretó como instrumentos (como lo hicieron el cardenal Belarmino y el obispo Berkeley), como medios para la ordenación de leyes experimentales (creía que las leyes experimentales se obtenían por inducción). Entendidas de esta forma, las teorías no pueden contener ni información verdadera ni  falsa:  no son sino instrumentos, ya que sólo pueden ser convenientes o inconvenientes, económicas o ineconómicas; sutiles y flexibles, o, por el contrario, chirriantes y toscas. (Así, dice Duhem, siguiendo a Berkeley, no puede haber razones lógicas por las que dos o más teorías que se contradigan entre sí no deban ser aceptadas al tiempo). Estoy plenamente de acuerdo con estos dos grandes autores en rechazar el inductivismo tanto como la creencia en la validez sintética a priori de las teorías físicas. Pero no puedo aceptar su opinión de que es imposible someter un sistema teórico a experimentos empíricos. Algunos de ellos son experimentables, creo yo; es decir, refutables en principio; son, por lo tanto, sintéticos (más que analíticos); empíricos (más. que a priori); e informativos (más que  puramente instrumentales). En cuanto a la famosa crítica de Duhem de los experimentos cruciales, únicamente muestra que los experimentos cruciales nunca pueden probar o establecer una teoría; pero en ningún sitio muestra que los experimentos cruciales no puedan refutar una teoría. Ciertamente, Duhem tiene razón cuando dice que sólo podemos experimentar sistemas teóricos grandes y complejos y no hipótesis aisladas; pero si experimentamos dos sistemas de esta clase que sólo difieran en una hipótesis, y podemos escogitar experimentos que refutan el primer sistema, mientras dejan al segundo muy bien corroborado, estaremos entonces en terreno razonablemente firme cuando atribuyamos el fracaso del primer sistema a esa hipótesis por la que difiere del otro.

[32] Para un ejemplo sorprendente de la forma en que, incluso las observaciones botánicas están dirigidas por la teoría (o incluso influidas por prejuicios), véase O. Frankel, «Cytology and Taxonomy of Hebe, etc.», en Nature,  vol. 147 (1941), pág. 117.

[33] Compárese con   este párrafo y el siguiente, F.A.von Hayek, «Cientifismo y el Estudio de la Sociedad», partes I y II; Economica, volúmenes IX y X, donde se  critica el colectivismo y se discute con detalle el  individualismo metodológico.

[34] Para los dos pasajes véase Economicá, vol. IX, pág. 289 y sig. (bastardilla mía).

[35] Cfr . Erkenntnis, III, pág.  426 y  sigs. y Logik der forschung, 1935, cuyo subtítulo puede traducirse: «De la Epistemología a las Ciencias Naturales».

[36] Un  argumento algo semejante puede encontrarse  en C.  Menger, Collected Works, vol. II (1883 y 1933), págs. 259-260.

[37] Véase la «hipótesis nula» discutida en J. Marschak, «Money Illusion and Demand Analysis», en The Review of Economic Statistics, vol. XXV , pág. 40. El método aquí descrito parece coincidir parcialmente con lo que ha sido llamado por el profesor Hayek siguiendo a K. Menger , el método «de composición».

[38] Incluso aquí se puede decir , quizá, que el uso de modelos racionales o «lógicos» en las ciencias sociales, o del «método cero», tiene un vago paralelo en las ciencias naturales, especialmente en biología y en termodinámica (la construcción de modelos mecánicos, y de modelos fisiológicos de procesos y órganos). (Cfr . el uso de los métodos de variación).

[39] Véase J. Marschak, op. cit.     

[40] Véase P. Sargant Florence, The Logic of Industrial Organization (1933).

[41] Esta opinión se desarrolla más plenamente en el capítulo 14 de mi Sociedad abierta.

[42] Estas dificultades son discutidas por el profesor Hayek, op. cit., págs.  290 y  sigs.

[43] Véase Econométrica, I (1933), págs.1 y sigs

[44] Véase Lionel Robbins, en Economica, vol. V, especialmente pág. 351

[45] Mi    análisis puede contrastarse con el de Morton G. White «Historical Explanation» (Mind, N. S., vol. 52, págs.212 y sigs.), que basa su análisis de mi teoría de la explicación causal en una reproducción que de esta hace un artículo de C. G. Hempel. Sin embargo, llega a resultados muy diferentes. Pasando por alto el interés característico del historiador por los acontecimientos singulares, sugiere que una explicación es «histórica» si está caracterizada por el uso de términos sociológicos (y teorías sociológicas).

[46] Esto lo ha visto Max Weber. Su observación de la pág. 179, de su Ges. Schr. zur Wissenschaftslehre (1922) es la anticipación que en mi conocimiento más se acerca al análisis ofrecido aquí. Pero se equivoca, creo yo, cuando sugiere que la diferencia entre las ciencias teóricas e históricas está en el grado de generalidad de las leyes usadas.

[47] Véase, por ejemplo, Weber , op. cit., págs. 8 y sig., 44 y sig., 48, 215 y sigs., 233 y sigs.

[48] Esto anticipa los problemas laboriosamente estudiados, pero no resueltos, por el Profesor Toynbee.

[49] Para una crítica de la «doctrina… de que todo conocimiento histórico es relativo», véase Hayek, en Economica, vol. X, páginas 55 y sigs.

[50] Comte, Cours de phílosophíe positive, IV , pág. 335

[51] Mill, Logic, Libro VI, cap. X, sección 3; la cita siguiente     es de la sección 6, donde la teoría está expuesta con más detalle.

[52] Comte, op. cit., IV , pág. 345.

[53] Mill, loc. cit., sección 4.

[55] Una crítica más completa de la llamada «Sociología del Conocimiento» se encontrará en el capítulo 23 de mi Sociedad abierta y sus enemigos. El problema de la objetividad científica, y su dependencia de la crítica racional y la experimentabilidad apreciable por los diversos sujetos (intersubjetiva más que objetiva), también se discute allí en el capítulo 24, y , desde un punto de vista algo diferente, en mi Logic of Scientific Discovery

[56] Véase la nota 46.

[57] Véase Waddington  (The Scientific Attitude, 1941, págs. 111 y 112), quien a pesar de su evolucionismo. Y  su ética científica niega que esta libertad tenga ningún «valor científico». Este pasaje es criticado por Hayek en su The Road to Serfdom, pág. 143.

[58] La mejor crítica inmanente de la doctrina teleológica que yo conozca  (y es una crítica que adopta el punto de vista religioso y , especialmente, la doctrina de la creación), está contenida en el último capítulo del libro de M. B. Foster The Political Philosophies of Plato and Hegel.

[59] Véase mi libro La sociedad abierta y sus enemigos, especialmente el cap. 2 y sig,, también el capítulo 10, donde se sostiene que es la pérdida del mundo inmóvil de la primitiva sociedad cerrada la responsable, parcialmente, de la tensión y cansancio producidos por la civilización, y de la inmediata aceptación de los falso consuelos del totalitarismo y del historicismo.