LAS MISERIAS DEL HISTORICISMO (V)
KARL POPPER
Título original: The Poverty of Historicism
Karl R. Popper, 1957
Traducción: Pedro Schwartz
IV. CRÍTICA DE LAS DOCTRINAS
PRONATURALISTAS
27. ¿Existe
una ley de la evolución? Leyes y tendencias
Las doctrinas del historicismo que he llamado
pronaturalistas tienen mucho en común con
sus doctrinas antinaturalistas. Están,
por ejemplo, influidas por el pensamiento holístico y nacen de una mala comprensión de los métodos de las ciencias
naturales. Como representan un esfuerzo mal dirigido para copiar esos métodos,
pueden ser descritas como «cientifistas»
(en el sentido del profesor Hayek)[1]. Son tan características
del pensamiento historicista como sus doctrinas antinaturalistas, y quizá aún
más importantes. La creencia, en
especial, de que es la tarea de las ciencias sociales el poner al descubierto la
ley
de evolución de la sociedad para poder predecir su futuro (una opinión
expuesta anteriormente en las secciones 14 a 17), podría quizá describirse como
la doctrina historicista central. Pues es este concepto de una sociedad que se
mueve a través de una serie de períodos el que da
lugar, por una parte, al contraste entre
un mundo social cambiante y un mundo físico que no cambia, y de ahí el antinaturalismo.
Por otra parte, es el mismo concepto el que
da lugar a la creencia pronaturalista —y cientifista— en las llamadas «leyes naturales de sucesión»: una creencia
que en los días de Comte y Mill podía afirmar que estaba apoyada
por las predicciones a largo plazo de la astronomía y, más recientemente, por
el darwinismo. En efecto, la reciente boga del historicismo podría considerarse
meramente como una parte de la boga del evolucionismo; una filosofía que debe
su influencia, en gran parte, a un choque algo sensacionalista de una brillante
hipótesis concerniente a la historia de varias especies de plantas y animales
sobre la tierra contra una teoría metafísica más vieja, que incidentalmente
formaba parte de una creencia religiosa[2].
Lo que llamamos hipótesis evolucionista es una
explicación de un tropel de observaciones biológicas y paleontológicas—por
ejemplo, ciertas semejanzas entre varias especies y géneros—por la suposición
de una ascendencia común consistente en formas relacionadas con las actuales[3]. Esta hipótesis no es una
ley universal, aunque algunas leyes universales de la naturaleza, como las
leyes de la herencia, la segregación y la mutación, entren junto con esa
hipótesis en la explicación. Tiene más bien el carácter de una proposición
histórica particular (singular o específica). (Es de la misma naturaleza que la
proposición histórica: «Charles Darwin y
Francis Galton tenían un abuelo común»). El que la hipótesis evolucionista
no sea una ley universal de la naturaleza,[4] sino una proposición
histórica particular (o más precisamente, singular) sobre la ascendencia de un número
de plantas y animales terrestres queda algo oscurecido por el hecho de que el término
«hipótesis» se usa tan a menudo para caracterizar leyes universales de la Naturaleza.
Pero no deberíamos olvidar que usamos frecuentemente este término en un sentido
diferente. Por ejemplo, sería indudablemente correcto el describir un diagnóstico
médico provisional como una hipótesis, aunque esta hipótesis tenga carácter
histórico y singular más que carácter de ley universal. En otras palabras, el hecho
de que todas las leyes de la Naturaleza sean hipótesis, no debe distraer
nuestra atención del hecho de que no todas las hipótesis son leyes y de que las
hipótesis históricas, más especialmente, son por regla general, proposiciones
no universales, sino singulares, sobre un acontecimiento individual un número determinado de tales acontecimientos.
Pero ¿es
que puede haber una ley de la evolución? ¿Puede
haber una ley científica en el sentido que quería T. H. Huxley al escribir: «…
tiene que ser filósofo a medias aquel que…dude de que la ciencia, más tarde o más temprano…,descubrirá la ley de la evolución
de las formas orgánicas del orden
invariable de esa gran cadena de causas y efectos cuyos eslabones son todas las
formas orgánicas, antiguas o modernas…»?[5]
Creo
que la contestación a esa pregunta tiene que ser «No» y que la búsqueda de una ley que determine el «orden invariable» de la evolución no
puede de ninguna forma caer dentro del campo del método científico, ya sea en
biología ya en sociología. Mis razones para ello son muy simples. La evolución de
la vida sobre la tierra o la de la sociedad humana, es un proceso histórico
único. Este proceso, sin duda, tiene lugar de acuerdo con toda clase de leyes
causales, por ejemplo, las leyes de la mecánica, de la química, de la herencia
y segregación, de la selección natural,
etc. Su descripción, sin embargo, no es una ley, sino sólo una
proposición histórica singular. Las leyes universales hacen afirmaciones que,
según lo expresa el mismo Huxley,
conciernen a algún orden invariable: es decir, que conciernen a todos los
procesos de una cierta clase, y aunque no haya ninguna razón por la que la
observación de un solo proceso no nos deba incitar a la formulación de una ley
natural, ni hay razón, si tenemos suerte, por la que no podamos incluso dar con
la verdad, es claro que cualquier ley formulada de esta u otra forma tiene que
ser experimentada
por medio de nuevos casos antes de que pueda ser tomada en serio por la
ciencia. Pero no podemos esperar experimentar una hipótesis universal ni
encontrar una ley natural aceptable para la ciencia si siempre nos vemos
reducidos a la observación de un proceso único. Ni tampoco puede la observación
de ese único proceso permitirnos el prever su desarrollo futuro. La más
cuidadosa observación de una oruga en desarrollo no nos
ayudará a predecir su transformación en mariposa. Aplicado a la historia de la
sociedad humana —y esto de lo que nos ocupamos principalmente aquí— nuestro argumento
ha sido formulado por H.A.L. Fisher
con estas palabras: «Los hombres…han
sabido discernir en la historia una trama, un ritmo, un patrón predeterminado…
Yo sólo puedo ver un acontecimiento a continuación de otro…, un solo gran
acontecimiento, con respecto al cual, como es único, no puede haber generalizaciones…»[6]
¿Cómo
se puede contestar a esta objeción? Dos
posiciones principales pueden ser adoptadas por
los que creen en una ley de la evolución. Pueden: a) negar nuestra afirmación de que el proceso evolucionario es
único, o b) mantener que en un
proceso evolucionario, aunque sea único, es posible discernir una tendencia o
dirección y que es posible formular una hipótesis que exprese esta tendencia y poner a prueba esta
hipótesis con la experiencia futura. Las dos posiciones, a) y b), no se excluyen
la una a la otra.
La
posición a) se remonta a una idea de gran
antigüedad: la idea de que el ciclo de vida de nacimiento, niñez, juventud, madurez,
vejez y muerte se aplica no sólo a animales y plantas individuales, sino
también a sociedades, razas y aun quizá al «mundo
entero». Esta antigua doctrina fue usada por Platón en su interpretación de la decadencia de las ciudades-estado griegas y del Imperio
Persa[7]. Un uso semejante de ella
ha sido hecho por Maquiavelo, Vico, Spengler y recientemente por el profesor Toynbee en su imponente Estudio de la Historia. Desde el
punto de vista de esta doctrina, la historia se repite y las leyes del ciclo de
vida de las civilizaciones, por ejemplo, pueden ser estudiadas de la misma
forma que estudiamos el ciclo vital de una determinada especie animal[8]. Como consecuencia de esta
doctrina, aunque de una forma que sus inventores difícilmente podían prever,
nuestra objeción, basada en la unicidad del proceso evolucionaría o histórico,
pierde su fuerza. No tengo la intención de negar (ni la tenía, estoy seguro, el
profesor Fisher en el pasaje citado)
que la historia pueda quizá repetirse en ciertos aspectos ni que el paralelo
entre ciertos tipos de acontecimientos históricos, como el resurgimiento de las
tiranías en la Grecia antigua y en los tiempos modernos, pueda ser importante
para el estudiante de la sociología del poder político[9]. Pero es claro que todos
estos casos de repetición implican circunstancias profundamente diferentes y
que quizá ejerzan una influencia importante
sobre desarrollos futuros. No tenemos, por tanto, ninguna razón válida para
esperar que alguna repetición aparente del desarrollo histórico siga
llevando un curso paralelo al de su prototipo. No hay duda de que, una vez que
creamos en una ley de ciclos vitales que se repiten—una creencia nacida de
especulaciones sobre semejanzas y analogías o quizá heredada de Platón,
encontramos con toda seguridad su confirmación histórica en casi todas partes.
Pero es éste meramente uno de los muchos casos de teorías metafísicas
aparentemente confirmadas por los hechos; hechos que, si se examinan más de
cerca, resultarán haber sido seleccionados a la luz de las mismas teorías que
deberían poner a prueba[10].
Pasemos ahora a tratar de la posición b), la creencia de que podemos discernir
y extrapolar la tendencia o dirección de un movimiento evolucionaría; se puede advertir, en primer lugar, que esta creencia
ha influido sobre algunas de las hipótesis cíclicas que representan la posición
a) y ha sido usada para apoyarlas. El
profesor Toynbee, por ejemplo,
expresa en apoyo de la posición a)
las siguientes opiniones características de b)
«Las civilizaciones no son condiciones
estáticas de la sociedad, sino movimientos dinámicos de carácter evolucionista.
No sólo no pueden estarse quietas, sino que no pueden dar marcha atrás sin romper
la ley de su propio movimiento…»[11]
Aquí
tenemos casi todos los elementos que
normalmente se encuentran en una exposición de la posición b) la idea de una dinámica social (como opuesta a una
estática social), de movimientos evolucionarías de la
sociedad (bajo la influencia de fuerzas sociales) y de direcciones (y cursos, y velocidades)
de estos movimientos, los cuales no pueden dar marcha atrás sin romper las
leyes del movimiento. Los términos en bastardilla han sido tomados
todos de la física por la sociología y su adopción ha llevado a una serie de
errores y malas interpretaciones de asombrosa crudeza, pero muy característicos
del mal uso cientifista de los modelos de la física y de la astronomía. Hay que
admitir que estas malas inteligencias han hecho poco daño fuera del taller
historicista. En economía, por ejemplo, el término dinámica (cfr. la
expresión, ahora de moda, dé «macrodinámica»)
es inatacable, como tienen que admitir incluso aquellos a quienes no gusta.
Pero incluso este uso se deriva del intento de Comte de aplicar a la sociología la distinción que el físico hace
entre dinámica y estática, y no se puede dudar de que, en base a este intento,
no hay más que un crudo error y mala inteligencia. Porque la clase de sociedad que
el sociólogo llama «estática» es precisamente análoga a aquellos sistemas a los
que el físico llamaría «dinámicos» (aunque «estacionarios»). Un ejemplo típico es el sistema solar; es un
prototipo de un sistema dinámico en el sentido que el físico da a este término;
pero como es repetitivo (o «estacionario»),
ya que no crece ni se desarrolla, ya que no da muestra de cambios estructurales
(aparte de aquellos cambios que no caen dentro del campo de la dinámica
celestial y que, por tanto, pueden ser pasados por alto aquí), corresponde indudablemente
a aquellos sistemas sociales que el sociólogo llamaría «estáticos». Esta observación tiene considerable importancia en
relación con las aseveraciones historicistas, en cuanto que el éxito de las
predicciones a largo plazo de la astronomía depende enteramente de este
carácter repetitivo, y en el sentido del sociólogo, estático, del sistema
solar; depende del hecho de que aquí podemos pasar por alto cualquier síntoma de
desarrollo histórico. Es, por tanto, ciertamente un error el suponer que estas
predicciones dinámicas a largo plazo referentes a un sistema estacionario
establecen la posibilidad de profecías históricas a largo plazo referentes a sistemas
sociales no estacionarios.
Errores
y malas inteligencias muy semejantes nacen
de la aplicación a la sociedad de los otros términos tomados de la física, cuya
lista hemos dado anteriormente. Esta aplicación es a menudo totalmente inocua.
No se hace ningún daño, por ejemplo, al describir los cambios de la
organización social, de los métodos de producción, etcétera, como movimientos.
Pero deberíamos dejar bien claro que estamos usando simplemente una metáfora,
y, además, una metáfora bastante desorientadora. Porque si en física hablamos
del movimiento de un cuerpo o de un de cuerpos en cuestión sufra ningún cambio
interno o estructural, sino sólo que cambia su posición con relación a un
sistema (escogido arbitrariamente) de coordenadas. Por el contrario, el sociólogo
quiere significar con un «movimiento de
la sociedad» algún cambio estructural o interno. De acuerdo con esto, dará
por sentado que un movimiento de la sociedad tiene que ser explicado por fuerzas,
mientras que el físico sólo explicará así cambios de movimiento, pero no los movimientos
como tales, que quedan explicados por la inercia[12]. Las ideas de velocidad
de un movimiento social, o de su trayectoria, o curso, o dirección,
son igualmente inocuas mientras se usen sólo para comunicar una impresión
intuitiva; pero si se usan con pretensiones científicas, se convierten
sencillamente en jerga cientifista, o para ser más precisos, en jerga holística. Es cierto que cualquier clase de
cambio en un factor social conmensurable —por ejemplo el crecimiento de la
población— puede representarse gráficamente como una trayectoria, igual que la
de un cuerpo que se mueve. Pero es claro que en un diagrama esta clase no
representa lo que la gente designa bajo el nombre de movimiento de la sociedad,
considerando que una población estacionaria puede sufrir un radical cataclismo
social. Podemos, naturalmente, combinar cualquier número de estos diagramas en
una única representación multidimensional. Pero un diagrama combinado de esta
clase no se puede decir que represente la trayectoria del movimiento de la
sociedad; no nos dice nada más de lo que nos dicen los de una dimensión tomados
el conjunto; no representa ningún movimiento de «la totalidad de la sociedad»,
sino sólo cambios en aspectos seleccionados. La idea del movimiento de la
sociedad misma—la idea de que la sociedad, como un cuerpo físico, puede moverse
como un todo a lo largo de una cierta trayectoria y en una cierta dirección— es
sencillamente una confusión balística[13].
La esperanza, en
especial, de que un día podamos encontrar las «leyes del movimiento de la sociedad», de la misma forma en que
Newton encontró las leyes del movimiento de los cuerpos físicos, no es nada más
que el resultado de estos malentendidos. Puesto que no hay en una sociedad
movimiento en algún sentido semejante o análogo al del movimiento de los cuerpos
físicos, no puede haber tales leyes.
Pero,
se dirá, la existencia de direcciones o tendencias en el cambio social difícilmente podría ser cuestionada: todo
estadístico puede calcular estas tendencias. ¿No son estas tendencias
comparables a la ley de la inercia de Newton? La contestación es: existen
tendencias; o más precisamente, la suposición de que existen es a menudo un útil
supuesto estadístico. Pero las tendencias no son leyes.
Una proposición que afirme la existencia de una tendencia es existencial, no
universal. (Una ley universal, por otra parte no afirma la existencia de nada
al contrario: como se mostró al final de la sección 20, afirma la imposibilidad
de alguna cosa)[14].
Y una proposición que afirmase la existencia de una tendencia en cierto momento
y lugar sería una proposición histórica singular y no una ley universal. La
importancia práctica de esta situación lógica es considerable: mientras que
podemos basar predicciones científicas en leyes, no podemos (como cualquier
estadístico prudente sabe) basarlas meramente en la existencia de tendencias.
Una tendencia (podemos tomar otra vez como ejemplo el crecimiento de la
población) que ha persistido durante cientos o incluso miles de años puede
cambiar en el curso de una década o aún más rápidamente.
Es importante destacar
que leyes
y tendencias son cosas radicalmente diferentes[15]. Es casi indudable que la
costumbre de confundir leyes y tendencias, junto con la observación intuitiva
de tendencias (como el progreso técnico), fue lo que inspiró las doctrinas
centrales del evolucionismo y del historicismo —las doctrinas de las leyes
inexorables de la evolución biológica y de las irreversibles leyes del
movimiento de la sociedad. Y las mismas confusiones e intuiciones inspiraron
también la doctrina comtiana de las
leyes de sucesión— una doctrina que conserva aún gran influencia.
La
distinción, famosa desde Comte y Mill, entre las leyes de coexistencia, supuestamente
correspondientes a la estática, y las leyes de sucesión, supuestamente
correspondientes a la dinámica, pueden, sin duda alguna, ser interpretadas de
una forma razonable; es decir, como una distinción entre las leyes que no
presuponen el concepto de tiempo y las leyes en cuya formulación
entra el tiempo (por ejemplo, las
leyes que hablan de velocidades)[16]. Pero no es precisamente
esto lo que Comte y sus seguidores pensaban.
Cuando hablaba de leyes de sucesión, Comte
pensaba en las leyes que determinan la sucesión de una serie «dinámica» de fenómenos en el orden en el
cual los observamos. Ahora bien, es importante darse cuenta de que las leyes «dinámicas» de sucesión, como Comte las concebía, no existen.
Ciertamente no existen dentro de la dinámica. (La verdadera dinámica). La mayor aproximación a ellas en el campo de
las ciencias naturales—y aquello en lo que probablemente pensaba—son las
periodicidades naturales como las estaciones, las fases de la luna, la
recurrencia de eclipses o, quizá, el vaivén del péndulo. Pero estas
periodicidades, que en física se describían como dinámicas (aunque
estacionarias), serían, en el sentido comtiano
de estos términos, «estáticas» más
que «dinámicas»; y en todo caso
difícilmente pueden ser llamadas leyes (ya que dependen de las condiciones
especiales reinantes en el sistema solar; véase la sección siguiente). Las
llamaré «cuasi leyes de sucesión».
El
punto crucial es el siguiente: aunque podemos dar por seguro que cualquier
sucesión de fenómenos en la realidad
tiene lugar según las leyes de la naturaleza, es importante darse cuenta de que
prácticamente ninguna secuencia de, digamos, tres o más acontecimientos concretos con
una conexión causal entre ellos tiene lugar según una única ley de la
naturaleza. Si el viento mueve a un árbol y la manzana de Newton cae al suelo, nadie negará que
estos acontecimientos puedan ser descritos en términos de leyes causales. Pero
no hay una ley única, como la de la gravedad, ni siquiera un determinado grupo
único de leyes, que pueda describir la real o concreta sucesión de
acontecimientos conectados por una relación causal; aparte la gravedad
tendríamos que tomar en cuenta las leyes que explican la presión de los vientos,
las sacudidas de la rama, la tensión en el pezón de la manzana, la magulladura sufrida por la manzana al darse el
golpe, todo lo cual es seguido por las reacciones químicas que resultan de la
magulladura, etc. La idea de que cualquier secuencia concreta, o secuencia de
los acontecimientos (aparte de ejemplos como el movimiento de un péndulo o un
sistema solar), puede ser descrita o explicada por una ley única o por
determinado grupo único de leyes es sencillamente equivocada. No hay leyes de sucesión
ni leyes de evolución.
Sin embargo, Comte
y Mill consideran ciertamente sus
leyes históricas de sucesión como leyes que determinan una secuencia de
acontecimientos históricos en el orden en que realmente ocurren. Esto puede
deducirse de la forma en que Mill habla
de un método que «consiste en intentar, por
el estudio y análisisde los hechos generales de la historia, el descubrimiento…de
la ley del progreso; la cual, una vez determinada, debe permitirnos la predicción
de acontecimientos futuros, de la misma
forma que después de unos cuantos términos de una serie algebraica infinita
podemos descubrir el principio de regularidad en su formación y predecir el resto
de la serie hasta cualquier número de términos que queramos»[17].
Mill mismo critica su
método; pero su crítica (véase el principio de la sección 28) admite plenamente
la posibilidad de encontrar leyes
de sucesión análogas a las de una
secuencia matemática, aun cuando abrigaba dudas sobre si «el orden de sucesión…que la historia nos presenta» sería bastante «rígidamente uniforme» para ser comparado
con una secuencia matemática[18].
Hemos
visto, pues, ahora que no hay leyes que determinen la sucesión de
estas series «dinámicas» de
acontecimientos[19].
Por otra parte, puede haber tendencias que sean de carácter «dinámico»; por ejemplo, el aumento de
población. Puede, por tanto, sospecharse que Mill pensaba en estas tendencias cuando hablaba de «leyes de sucesión». Y esta sospecha
queda confirmada por Mill mismo
cuando describe su ley histórica de progreso como una propensión. Al discutir
esta «ley» expresa su «creencia… de que la propensión general es, y
continuará siendo, aparte de excepciones ocasionales y temporales, la de mejorar
una propensión hacia un estado de cosas mejor
y más feliz. Es… éste… un teorema de la ciencia» (es decir, de la
ciencia social). El que Mill pudiese
discutir seriamente la cuestión de si «los
fenómenos de la sociedad humana» giran
«en una órbita» o se mueven, progresivamente, en «una trayectoria»[20] rima con esta fundamental
confusión entre leyes y tendencias, como con la idea balística de que la
sociedad puede moverse como un todo, digamos como un planeta.
Para
evitar malentendidos quiero dejar bien claro que, en mi opinión, tanto Comte como Mill han hecho grandes contribuciones a la filosofía y a la
metodología de la ciencia: me refiero especialmente al énfasis de Comte sobre las leyes y la predicción
científica, a su crítica de una teoría esencialista de la causalidad y de su
doctrina, y la de Mill, de la unidad
del método científico. Sin embargo, su doctrina de las leyes históricas de
sucesión es, creo yo, poca cosa más que una colección de metáforas mal aplicadas[21].
28. El
método de reducción. La explicación causal.
Predicción y profecía
Mi crítica
de las leyes históricas de sucesión queda aún sin concluir en un importante
respecto. He intentado mostrar que las «direcciones»
o «propensiones» que los
historicistas disciernen en aquella sucesión de acontecimientos llamada
historia no son leyes, sino, de ser algo, tendencias. Y he apuntado por qué una
tendencia, al contrario de una ley, no debe en general usarse como base de
predicciones científicas.
Pero Mill
y Comte—solos en este respecto entre los historicistas, creo yo—podrían aún haber
ofrecido una contestación a esta crítica. Mill
podría, incluso, haber admitido que cayó
en una cierta confusión entre leyes y
tendencias. Pero también podría habernos recordado que él mismo criticó a
aquellos que confundían «una uniformidad
de la sucesión histórica» con una verdadera ley de la naturaleza, que tuvo
cuidado en destacar que tal uniformidad sólo podía «ser una ley empírica»[22] (el término es algo equívoco) y que no debía
considerarse segura hasta que no fuese reducida «por la concordancia de la deducción a priori con las pruebas históricas»
al estado de una verdadera ley de la naturaleza. Y nos podría haber recordado
que incluso estableció la «regla
imperativa de que nunca se había de introducir una generalización de la
historia en las ciencias sociales si no se pudiesen apuntar razones suficientes
para ello»[23],
esto es, por medio de su deducción de alguna ley natural verdadera que pueda
ser experimentada independientemente. (Las leyes en que pensaba eran las de la «naturaleza humana»; esto es, la
psicológica). A este procedimiento de
reducir las leyes históricas u otras generalizaciones a algún grupo de leyes de mayor generalidad, Mill dio el nombre de «método deductivo inverso» y abogó por él
como el único método histórico o sociológico correcto.
Admito
que esta contestación tiene alguna fuerza. Pues si consiguiésemos reducir una
tendencia a un grupo de leyes estaríamos justificados al usar de esta tendencia, al igual que una ley, como
base de predicciones. Una reducción de esta clase, o deducción inversa, haría
mucho por disminuir la distancia que hay entre leyes y tendencias. La fuerza de
esta contestación destaca aún más el hecho de que el método de «deducción inversa» de Mill es una (aunque superficial)
descripción suficiente de un procedimiento que se usa no sólo en las ciencias
sociales, sino en todas las ciencias, y hasta un punto insospechado por Mill.
A
pesar de que admito todo esto, sigo creyendo que mi crítica es justificada y
que la fundamental confusión historicista entre leyes y tendencias es
insostenible. Pero para que esto se vea claramente es necesario un cuidadoso análisis
del método de reducción o de deducción inversa.
La ciencia, puede decirse, trabaja en todo
momento sobre problemas. No puede empezar con observaciones o «coleccionando datos», como creen algunos
estudiosos del método. Antes de que podamos recolectar datos debe despertarse
en nosotros un interés por datos de una cierta clase: el problema
siempre viene en primer lugar. A su vez el problema puede ser sugerido por
necesidades prácticas o por creencias científicas o precientíficas que por una
u otra razón parecen necesitar una revisión.
Ahora
bien, un problema científico, por regla general, nace de la necesidad de una explicación. Siguiendo a Mill distinguiremos dos casos
principales: la explicación de determinado acontecimiento individual o
singular, la explicación de alguna regularidad o ley. Mill lo expresa de la forma siguiente: «Se dice que un hecho individual queda explicado cuando se indica su causa;
es decir, cuando se expresan la ley o las leyes… de las cuales el hecho es un
caso práctico. Así, una conflagración queda explicada cuando se prueba que ha
surgido de una chispa que cayó sobre un montón de combustible; y de una manera
semejante, una ley… queda explicada cuando se indican una u otras leyes, de las
cuales la ley no es más que un caso y de las cuales podría ser deducida».[24] El caso de la explicación
de una ley es un caso de «deducción inversa»
y, por lo tanto, importante aquí.
La
forma que Mill tiene de explicar una
explicación, o mejor una explicación causal, es en conjunto aceptable. Pero
para ciertos fines no es lo bastante precisa; y esta falta de precisión juega un papel importante en el problema
del que aquí nos ocupamos. Quiero, por tanto, dar una nueva formulación de todo
ello y destacar las diferencias que
hay entre la opinión de Mill y la mía.
En mi
opinión, una explicación causal de un cierto acontecimiento específico
consiste en deducir una proposición que describa este acontecimiento, de dos clases de premisas: por una parte, de
algunas leyes universales, y, por otra, de algunas proposiciones
singulares o específicas que podríamos llamar condiciones inicia les
específicas. Por ejemplo, podemos decir que hemos dado una explicación
causal de la rotura de un cierto hilo si encontramos que este hilo podía
soportar solamente una libra de peso y que fueron dos libras las que tuvo que
soportar. Si analizamos esta explicación causal, encontramos que implica dos
partes constituyentes. 1) Algunas hipótesis con carácter de leyes universales
de la naturaleza; en este caso, quizá serían: «Para cada hilo de una estructura
dada e (determinada por el material de que está hecho, por su espesura, etc.)
hay un peso característico p tal que el hilo se partirá si un peso mayor que p
se suspende de él»; y «Para cada hilo
de la estructura en el peso característico p es igual a un kilo». 2)
Algunas proposiciones específicas (singulares)—las condiciones iniciales—relativas
al acontecimiento particular en cuestión; en este caso, podríamos tener dos
proposiciones: «Este hilo tiene una
estructura e1» y «El peso suspendido
de este hilo fue un peso de dos kilos». Así tenemos dos ingredientes
diferentes, dos diferentes clases de proposiciones, que juntas componen una
explicación causal completa: 1) Proposiciones universales con el carácter de
leyes naturales; y 2) Proposiciones específicas relativas al caso
especial en cuestión, llamadas las «condiciones iniciales». Ahora
podemos deducir de las leyes universales 1), con la ayuda de las condiciones iniciales
2), la siguiente proposición específica 3): «Este hilo se romperá». A esta conclusión 3) también podemos
llamarla un pronóstico específico. Las condiciones iniciales (o más
precisamente, la situación descrita por ellas) serán llamadas usualmente la
causa del acontecimiento en cuestión y el pronóstico (o mejor, la situación
descrita por el pronóstico), como el efecto; por ejemplo, decimos que el haber
suspendido un peso de dos kilos de un hilo capaz de soportar sólo uno, fue la causa, y la ruptura, el efecto[25].
Ni que
decir tiene que tal explicación causal será sólo aceptable científicamente si
las leyes universales han sido bien experimentadas y corroboradas y también si
tenemos alguna prueba independiente en favor de la causa, es decir, de las condiciones
iniciales.
Antes
de proceder a analizar la explicación causal de regularidades o leyes, se puede
notar que varias cosas surgen de nuestro análisis de la explicación de
acontecimientos singulares. Una es que nunca podemos hablar de causa y efecto de modo absoluto, sino que
debemos decir que un acontecimiento
es causa de otro acontecimiento —su efecto—en relación con alguna ley
universal. Sin embargo, estas leyes universales son muy a menudo tan triviales
(como en nuestro ejemplo) que por regla general las damos por sabidas en vez de
usarlas conscientemente. Un segundo punto es que el uso de una teoría para predecir
algún acontecimiento específico es sólo otro aspecto de su uso para explicar
tal acontecimiento. Y puesto que experimentamos una teoría por medio de la comparación
de los acontecimientos predichos con los observados, en realidad nuestro
análisis también muestra cómo se pueden experimentar nuestras teorías. El
que usemos una teoría con el fin de explicar, de predecir, o de experimentar,
depende de lo que nos interese, de qué
proposiciones consideramos nos vienen dadas o no problemáticas y qué proposiciones
consideramos necesitan más profunda crítica y experimentación. (Véase la sección
29).
La explicación
causal de una regularidad, descrita por una ley universal, es algo diferente
de la de un acontecimiento singular. A primera vista se podría pensar que el
caso es análogo y que la ley en cuestión ha de ser deducida de: (1) alguna ley
más general, y (2) ciertas condiciones especiales que correspondan a las condiciones
iniciales, pero que no sean singulares, y se refieran a una cierta clase
de situación. Pero esto no es así en este caso, porque las condiciones
especiales (2) tienen que expresarse explícitamente en la formulación de la ley
que queremos explicar, porque de otra forma esta ley sencillamente contradiría
a (1). (Por ejemplo, si con la ayuda de la teoría de Newton queremos explicar
la ley de que todos los planetas se mueven en elipses, tenemos que poner
primero explícitamente en la formulación de esta ley las condiciones bajo las
cuales podemos afirmar su validez, quizá de la forma siguiente: Si
un número de planetas, suficientemente espaciados para que su atracción mutua
sea muy pequeña, se mueven alrededor de un sol mucho más pesado, en
ese caso cada uno de ellos se mueve aproximadamente en una elipse con
el sol en uno de sus focos). En otras palabras, la formulación de la ley
universal que tratamos de explicar tiene que incorporar todas las condiciones
de su validez, ya que de otra forma no podemos afirmarla universalmente (o como
Mill dice, incondicionalmente). Por tanto,
la explicación causal de una regularidad consiste en deducir una ley (que
contiene las condiciones bajo las cuales tiene validez la regularidad
propuesta) de un grupo de leyes más generales que han sido experimentadas y
confirmadas independientemente.
Si
ahora comparamos nuestra versión de lo
que es la explicación causal con la de Mill vemos que no hay gran diferencia
en cuanto concierne a la reducción de leyes a leyes más generales, es decir, a
la explicación causal de regularidades. Pero en la presentación que Mill hace de la explicación causal de acontecimientos
singulares no hay una distinción clara entre (1) las leyes universales,
y (2) las condiciones iniciales específicas. Esto en gran parte se debe a la
falta de claridad de Mill en el uso
del término «causa», con el cual a
veces quiere significar acontecimientos singulares, y otras veces leyes
universales. Veremos ahora cómo afecta esto a la reducción o explicación de las
tendencias.
No se
puede dudar que es lógicamente posible el reducir o explicar tendencias. Supongamos,
por ejemplo, que nos encontramos con que todos los planetas se acercan
progresivamente al sol. El sistema solar sería entonces un sistema dinámico en
el sentido que Comte da a este
término; tendría un desarrollo o una historia, con una tendencia definida. La
tendencia podría ser fácilmente explicada en la física newtoniana por la
suposición (en favor de la cual quizá encontrásemos pruebas independientes) de
que el espacio interplanetario está lleno de alguna materia resistente —por
ejemplo, un determinado gas—. Esta suposición sería
una nueva condición inicial específica que tendríamos que añadir a las usuales
condiciones iniciales que especifican las posiciones y los ímpetus de los planetas
en un cierto momento. En tanto persistiese la nueva condición inicial
tendríamos un cambio sistemático o tendencia. Ahora, si aún suponemos más, que
el cambio sea grande, tendrá entonces una marcada y sistemática influencia
sobre la biología y la historia de las distintas especies de la tierra, incluida
la historia humana. Esto muestra cómo podríamos en principio explicar ciertas
tendencias evolucionarías e históricas, incluso «tendencias generales», es decir, tendencias que persisten a lo
largo del desarrollo que se está considerando. Es obvio que estas tendencias
serían análogas a las cuasi-leyes de sucesión (periodicidades estacionales,
etcétera), mencionadas en la sección precedente, con la diferencia de que
serían «dinámicas». Corresponderían,
por tanto, aún más que estas cuasi-leyes «estáticas»,
a la vaga idea que tienen Mill y Comte de leyes históricas o
evolucionarías de sucesión. Ahora bien: si tenemos razones para suponer la
persistencia de las condiciones iniciales que afectan al caso, queda claro
entonces que podremos suponer que estas tendencias o «cuasi-leyes dinámicas» persistirán, de tal forma que podrán ser usadas,
de la misma manera que las leyes, como
base de predicciones.
No hay
duda de que tales tendencias explicadas
(como las podríamos llamar), o tendencias que están a punto de ser explicadas,
juegan un papel considerable en la teoría evolucionista moderna. Aparte de un
número de tales tendencias referentes a
la evolución de ciertas formas biológicas como los crustáceos o los
rinocerontes, parece que una tendencia general hacia un número creciente y
una creciente variedad de formas biológicas que se extienden en una gama de
condiciones ambientales creciente está empezando a ser explicable en términos
de leyes biológicas (junto con condiciones iniciales que dan por sentadas ciertas
características del ambiente terrestre en que se mueven los organismos, y que,
junto con las leyes, implican, por ejemplo, el funcionamiento de un mecanismo importante
llamado «selección natural»).[26]
Todo
esto parece ir en contra de nosotros, y de hecho apoyar a Mill y al historicismo. Pero esto no es así. Las tendencias
explicadas, en efecto, existen, pero su persistencia depende de la persistencia
de ciertas condiciones iniciales específicas (las cuales a su vez pueden ser tendencias).
Ahora
bien, Mill y sus compañeros de
historicismo olvidan esta dependencia de las tendencias con respecto a las
condiciones iniciales. Operan con tendencias como si fuesen incondicionales, como las leyes.
Confunden leyes con tendencias,[27] lo que les hace creer en
tendencias que son incondicionales (y,
por tanto, generales); o, en otras palabras, en «tendencias absolutas»[28]; por ejemplo, en una
tendencia histórica general hacia el progreso, «una tendencia hacia un estado mejor y más feliz». Y aunque todos
consideran la «reducción» de sus
tendencias a leyes, creen que estas tendencias pueden ser derivadas
inmediatamente de solas leyes universales, como, por ejemplo, de las leyes de
la psicología (o quizá del materialismo dialéctico,etc.).
Esta
es, podemos decirlo, la equivocación central del historicismo. Sus «leyes
de desarrollo» resultan ser tendencias absolutas; tendencias que, como
las leyes, no dependen de condiciones iniciales, y que nos llevan irresistiblemente
en una cierta dirección hacia el futuro. Son la base de profecías
incondicionales, como opuestas a las predicciones condicionales científicas.
Pero
¿qué ocurre con aquellos que ven que las tendencias dependen de condiciones y
que intentan encontrar estas condiciones y formularlas explícitamente? Mi respuesta
es que nada tengo contra ellos. Por el contrario: no se puede dudar que haya
tendencias. Nos queda, por tanto, la difícil tarea de explicarlas como mejor
podamos, es decir, de determinar tan precisamente como sea posible las
condiciones bajo las cuales persisten (véase la sección 32)[29].
El
caso es que estas condiciones se pasan por alto tan fácilmente. Por ejemplo,
existe una tendencia hacia la «acumulación
de los medios de producción» (como dice Marx). Pero difícilmente podríamos esperar que persistiese en una
población que está disminuyendo rápidamente; y tal disminución quizá depende a su
vez de condiciones extraeconómicas, por ejemplo, de invenciones hechas por
azar, o posiblemente del impacto fisiológico (quizá bioquímico) de un medio
ambiente industrial. De hecho existen incontables posibles condiciones, y para poder
examinar todas las posibilidades en nuestra búsqueda de la verdadera condición
de una tendencia debemos intentar imaginar en todo momento las condiciones bajo
las cuales la tendencia en cuestión desaparecería. Pero justamente esto es lo
que no puede hacer el historicista. Cree
firmemente en su tendencia favorita, y para él son impensables las condiciones
bajo las cuales desaparecería. La miseria del historicismo es, podríamos decir,
una miseria e indigencia de imaginación. El historicista recrimina
continuamente a aquellos que no pueden imaginar un cambio en su pequeño mundo;
sin embargo, parece que el historicista mismo tenga una imaginación deficiente,
ya que no puede imaginar un cambio en las condiciones de cambio.
29. La unidad de método
Sugerí
en la sección precedente que los métodos deductivos allí analizados eran Importantes
y muy empleados—mucho más de lo que Mill,
por ejemplo, llegó a pensar—.Esta sugerencia se estudiará ahora con más detalle,
para arrojar alguna luz sobre la disputa entre el naturalismo y el
antinaturalismo. En esta sección voy a proponer una doctrina de unidad del
método; es decir, la opinión de que todas las ciencias teóricas o
generalizadoras usan el mismo método, ya sean ciencias naturales o ciencias
sociales. (Pospongo la discusión de las ciencias históricas hasta la sección
31). Al mismo tiempo se tratarán algunas de las doctrinas del historicismo que
aún no he examinado suficientemente, tales como los problemas de la
Generalización; del Esencialismo; del papel jugado por la Comprensión
Intuitiva; de la Inexactitud de Predicción; de la Complejidad; de la aplicación
de los Métodos Cuantitativos.
No pretendo afirmar que no existe diferencia alguna entre los métodos de las ciencias teóricas de la naturaleza y de la sociedad; tales
diferencias existen claramente, incluso entre las distintas ciencias naturales,
tanto como entre las distintas ciencias sociales. (Compárese, por ejemplo, el
análisis de los mercados de libre competencia y el de las lenguas romances).
Pero estoy de acuerdo con Comte y Mill—y con muchos otros, como C. Menger—en que los métodos de los dos
campos son fundamentalmente los mismos (aunque lo que por estos métodos
entiendo quizá no sea lo que ellos entendían). El Método esbozado en la sección
anterior siempre consiste en ofrecer una explicación causal deductiva y en
experimentar (por medio de predicciones). Este ha sido llamado a veces el método
hipotético-deductivo,[30] o más a menudo el método
de hipótesis, porque no consigue certeza absoluta para ninguna de las
proposiciones científicas que experimenta; por el contrario, estas
proposiciones siempre retienen el carácter de hipótesis de signo tentativo, aunque
este carácter pueda dejar de ser obvio después que han superado gran número de
experimentos, de pruebas severas.
Por causa de su carácter tentativo o provisional
se consideraba por la mayoría de los estudiosos del método que estas hipótesis
eran provisionales
en el sentido de que habían de
quedar reemplazadas en último término por teorías probadas (o por lo
menos por teorías de las que se pudiese demostrar que eran «altamente probables», en el sentido de algún
cálculo de probabilidades). Creo que esta opinión está equivocada y que lleva a
un cúmulo de dificultades enteramente innecesarias. Pero este problema[31] es de una importancia comparativamente
pequeña aquí. Lo que es importante es darse cuenta de que en ciencia siempre
nos ocupamos de explicaciones, de predicciones y experimentos, y que el método para
experimentar las hipótesis es siempre el mismo (véase la sección anterior). De
la hipótesis que se ha de experimentar, por ejemplo, una ley universal—junto
con otras proposiciones que para este fin no se consideran problemáticas, por
ejemplo, algunas condiciones iniciales—, deducimos un pronóstico. Confrontamos
entonces este pronóstico, cuando sea posible, con los resultados de
observaciones experimentales u otras. El acuerdo con éstas se toma como
corroboración de la hipótesis, aunque no como prueba final de ella; el claro desacuerdo
se considera una refutación o falsificación.
Según
este análisis no hay gran diferencia entre explicación, predicción y experimentación. Es una diferencia, no de estructura lógica, sino de énfasis; depende
de lo
que consideremos como nuestro problema y de lo que no consideremos como
tal. Si no nos planteamos como nuestro problema al encontrar un pronóstico, y
por el contrario, sí nos planteamos el encontrar cuáles son las condiciones iniciales o las leyes universales (o ambas
cosas) de las cuales podríamos deducir un «pronóstico»
dado estamos entonces buscando una explicación (y el «pronóstico» dado se convierte en nuestro
«explicandum»). Si consideramos las
leyes y condiciones iniciales como dadas (en vez de como algo que hemos de encontrar) y las usamos meramente para
deducir el pronóstico, para conseguir así alguna información nueva, estamos
entonces intentando hacer una predicción. (Es éste un caso en el
que aplicamos
nuestros conocimientos científicos). Y si consideramos una de las premisas, es
decir, o bien la ley universal o bien la condición inicial, como problemática,
y el pronóstico como algo que se ha de comparar con los resultados de los
experimentos, hablamos entonces de una experimentación de la premisa problemática.
El
resultado de la experimentación es la selección de las hipótesis que han superado
bien los experimentos, o la eliminación de aquellas hipótesis que
han superado mal, y que, por tanto, quedan rechazadas. Es importante darse cuenta
de las consecuencias de este punto de
vista. Son éstas que todos los experimentos pueden interpretarse como intentos de
extirpar teorías falsas, de encontrar los puntos débiles de una teoría para
rechazarla si queda refutada por el experimento. A veces se considera esta
actitud como paradójica; nuestra finalidad, se dice, es, establecer la verdad
de una teoría, no eliminar las teorías falsas. Pero precisamente porque nuestra
finalidad es establecer la verdad de las teorías, debemos experimentarlas lo más
severamente que podamos; esto es, debemos intentar encontrar sus fallos debemos
intentar refutarla. Sólo si no podemos refutarla a pesar de nuestros mejores
esfuerzos, podemos decir que han superado bien severos experimentos. Esta es la
razón por la cual el de cubrimiento de los casos que confirman una teoría significa muy poco si no hemos
intentado encontrar refutaciones y fracasado en el intento. Porque si no
mantenemos una actitud crítica, siempre encontraremos lo que buscamos:
buscaremos, y encontraremos, confirmaciones, y apartaremos la vista de
cualquier cosa que pudiese ser peligrosa para nuestras teorías favoritas, y
conseguiremos no verla. De esta forma es demasiado fácil conseguir lo que parecen
pruebas aplastantes en favor de una teoría que, si se hubiese mirado
críticamente, hubiese sido refutada. Con el fin de que el método de la selección por eliminación funcione, y para
asegurarse que sólo las teorías más aptas sobreviven, su lucha por la vida
tiene que ser severa.
Este
es, en sus líneas generales, el método de todas las ciencias que se apoyan en
la experimentación. Pero ¿qué hay del método por el que obtenemos nuestras
teorías o hipótesis? ¿Qué hay de las generalizaciones inductivas, y de la
forma en que se pasa de la observación a la teoría? A esta pregunta (y a las
doctrinas discutidas en la sección 1, en cuanto que no han sido tratadas en la
sección 26) daré dos respuestas: (a) No creo que hagamos nunca generalizaciones
inductivas en el sentido de que empecemos con observaciones e intentemos
derivar nuestras teorías de ellas. Creo que el prejuicio de que procedemos de
esta manera es una especie de ilusión óptica, y que en ninguna fase del
desarrollo científico empezarnos sin algo que tenga la naturaleza de una
teoría, como, por ejemplo, una hipótesis, o un prejuicio, o un problema —a
menudo un problema tecnológico— que de alguna forma guíe nuestras observaciones
y nos ayude a seleccionar de los innumerables objetos de observación aquellos
que puedan tener interés[32]. Pero si esto es así, el
método de eliminación—que no es más que el de ensayo y error discutido en la
sección 24— siempre se puede aplicar. No creo, sin embargo, que sea necesario para
nuestra discusión presente el insistir sobre este punto. Porque podemos decir
(b) que tiene poca importancia desde el punto de vista de la ciencia el que
hayamos obtenido nuestras teorías sacando conclusiones injustificadas o
sencillamente tropezando con ellas (es decir, por «intuición»), o también por algún procedimiento inductivo. La
pregunta «¿Cómo encontró usted en primer lugar su teoría?» se refiere, por así
decirlo a un asunto enteramente privado, al contrario de la pregunta «¿Cómo experimentó
usted su teoría?», que es la única de importancia científica. Y el método
de experimentación aquí descrito es fértil: lleva a nuevas observaciones y
aportaciones mutuas entre la teoría y la observación.
Ahora
bien: todo esto, creo yo, no es verdad
sólo para las ciencias naturales, sino también para las ciencias sociales. Y en
las ciencias sociales es aún más obvio que en las ciencias naturales que no podernos
ver y observar nuestros objetos antes de haber pensado sobre ellos. Porque la
mayoría de los objetos de la ciencia social, si no todos ellos, son objetos
abstractos, son construcciones teóricas. (Incluso «la guerra» o «el ejército» son
conceptos abstractos, por muy extraño que esto suene a algunos. Lo que es
concreto es las muchas personas que han muerto,
o los hombres y mujeres de uniforme, etc.). Estos objetos, estas
construcciones teóricas usadas para interpretar nuestra experiencia, resultan
de la construcción de ciertos modelos (especialmente de
instituciones), con el fin de explicar ciertas experiencias—un método teórico familiar
en las ciencias naturales donde construimos nuestros modelos de átomos,
moléculas, sólidos, líquidos, etc. Esto es parte del método de explicación por
medio de la reducción o, dicho de otra forma, de deducción a partir de
hipótesis. Muy a menudo no nos damos cuenta de que estarnos operando con
hipótesis o teorías y, por tanto, confundimos nuestros modelos teóricos con
cosas concretas. Es ésta una clase de confusión que es más frecuente de lo que
se piensa[33].
El hecho de que se usen modelos tan a menudo de esta forma explica—y así
destruye— las doctrinas del esencialismo metodológico (cfr. la sección 10). Las
explica, pues como el modelo es de carácter abstracto o teórico, nos inclinamos
a sentir que lo vemos, ya dentro o detrás de los cambiantes acontecimientos
observables, como una especie de fantasma o esencia permanente. Y destruye
estas doctrinas, porque la tarea de la ciencia social es la de construir y
analizar nuestros modelos sociológicos cuidadosamente en términos descriptivos
o nominalistas, es decir, en términos de individuos, de sus
actitudes, esperanzas, relaciones, etc.—un postulado que se podría llamar «individualismo metodológico».
La unidad de los métodos de las ciencias naturales
y las sociales puede muy bien aclararse y defenderse con análisis de dos
pasajes del artículo del profesor Hayek,
Scientism and the Study of Society.[34]
En el primero de estos pasajes el profesor Havek
escribe:
«El físico que quiera entender el problema de
las ciencias sociales con la ayuda de una
analogía tornada de su propio campo tendría que imaginar un mundo en el que
conociese por observación directa el interior de los átomos y no tuviese ni la
posibilidad de hacer experimentos con pedazos de materia ni la
oportunidad de observar nada más que las interacciones de un número
comparativamente pequeño de átomos durante un período limitado. Con su
conocimiento de las diferentes clases de átomos construiría modelos de las
diversas formas en que estos átomos podrían combinarse en unidades más grandes,
y haría que esos modelos reprodujesen más y más exactamente todas las
características de los pocos casos en que pudiese observar de cerca fenómenos
más complejos. Pero las leyes del macrocosmos que pudiesen derivar de su conocimiento
del microcosmos siempre serán «deductivas»;
casi nunca, dado su limitado conocimiento de los datos de la compleja situación,
le permitirían predecir con precisión el resultado de una determinada
situación; y nunca podría verificadas mediante experimentos controlados—aunque
quizá quedasen refutadas por la observación
de acontecimientos que según su teoría son imposibles».
Admito
que la primera frase de este pasaje apunta ciertas diferencias
entre las ciencias físicas y las sociales. Pero el resto del pasaje, creo yo,
habla en favor de una completa unidad de método. Porque si es ésta,
como yo lo creo, una descripción correcta del método de las ciencias sociales,
muestra que sólo aparecen diferencias cuando se le contrasta con alguna de las
falsas interpretaciones del método de las ciencias naturales que ya hemos
rechazado. Pienso, más especialmente, en la interpretación inductivista que
mantiene que, en las ciencias naturales, procedemos sistemáticamente de la observación
a la teoría por algún método de generalización, y que podemos «verificar», o
quizá incluso probar, nuestras teorías por un método de inducción. He sostenido
una opinión muy distinta aquí—una interpretación del método científico como deductivo,
hipotético, colectivo por medio de la refutación, etc. Y esta descripción del
método de las ciencias naturales concuerda perfectamente con la descripción que
el profesor Hayek hace del método de
la ciencia social. (Tengo razones para creer que mi interpretación de los
métodos de la ciencia no fue por ningún conocimiento del método de las ciencias
sociales, porque cuando la desarrollé por primera vez sólo pensaba en las ciencias
naturales,[35]
y no sabía casi absolutamente nada sobre las ciencias sociales).
Pero
incluso las diferencias a las que alude
la primera frase de la cita no son tan
grandes como pueda parecer a primera vista. Es indudablemente cierto que tenemos un conocimiento del «interior del átomo humano» mucho más directo que el que tenemos del
átomo físico, pero este conocimiento es intuitivo. Dicho de otra forma, ciertamente
usamos nuestro conocimiento de nosotros mismos con el fin de construir hipótesis
sobre algunas otras personas o sobre todas las otras personas. Pero estas
hipótesis tienen que ser experimentadas, tienen que ser sometidas al método de
la selección por eliminación. (La intuición impide a alguna gente el imagina
siquiera que haya a quien no le guste el chocolate). El físico, es verdad, no
está ayudado por ninguna de estas observaciones directas cuando construye
hipótesis sobre átomos; sin embargo, usa muy a menudo una especie de imaginación
o intuición comprensiva que fácilmente le hará sentir que conoce íntimamente
incluso el «interior de los átomos»—incluidos
sus caprichos y prejuicios—. Pero esta intuición es asunto privado suyo. La
ciencia sólo se interesa por la hipótesis que su intuición haya podido inspirar,
y aun sólo si son ricas en consecuencias y si pueden ser debidamente
experimentadas. (Para las otras diferencias mencionadas en la primera frase del
profesor Hayek, es decir, la
dificultad de llevar a cabo experimentos, véase la sección 24).
Estas
pocas observaciones pueden también indicar la forma en que se debe criticar la doctrina historicista
expuesta en la sección 8, esto es, la doctrina de que la ciencia social tiene
que usar el método de la comprensión intuitiva.
En el segundo pasaje el profesor Hayek, hablando de los fenómenos sociales,
dice: «…nuestro conocimiento de los principios por los que estos fenómenos se
producen raramente o nunca nos permitirá predecir el resultado preciso de
cualquier situación concreta. Mientras que podemos explicar el principio según el
cual ciertos fenómenos se producen y
podemos por medio de este conocimiento excluir
la posibilidad de ciertos resultados, por ejemplo, de que ciertos
resultados ocurran juntos, nuestros conocimientos
en cierto
sentido serán sólo negativos, es decir, nos permitirán meramente excluir
ciertos resultados, pero no nos permitirán disminuir la gama de posibilidades
lo bastante para que sólo quede una».
Este
pasaje, lejos de describir una situación
peculiar de las ciencias sociales, describe perfectamente el carácter de las leyes naturales, las cuales, de hecho,
nunca pueden hacer más que excluir ciertas posibilidades. («No se puede coger agua en un cesto»;
véase la sección 20, anteriormente). Más especialmente la afirmación de que no podremos,
por regla general, «predecir el resultado preciso de cualquier situación concreta» plantea el problema de la
inexactitud de la predicción (véase la sección 5, anteriormente). Sostengo que
se puede decir exactamente lo mismo del mundo físico concreto. En general, sólo
por el uso del aislamiento experimental podemos predecir acontecimientos
físicos. (El sistema solar es un caso excepcional—un caso de aislamiento
natural, no artificial—; una vez que el aislamiento quede destruido por la
intrusión de un cuerpo extraño de tamaño suficiente, todas nuestras predicciones
están expuestas a fallar). Estamos muy lejos de ser capaces de predecir,
incluso en física, el resultado preciso de una situación concreta, como una tormenta
o un fuego.
Una
breve observación puede añadirse aquí sobre el problema de la complejidad (véase
la sección 4, anteriormente). No hay
duda de que el análisis de cualquier situación social concreta se hace
extremadamente difícil por su complejidad. Pero lo mismo vale para cualquier
situación física concreta[36]. El prejuicio ampliamente
compartido de que las situaciones sociales son más complejas que las físicas parece surgir de dos fuentes. Una
de ellas es que tendemos a comparar lo que no es comparable; quiero decir, por
una parte, situaciones sociales concretas, y por otra, situaciones físicas
experimentales artificialmente aisladas. (Estas últimas se deberían comparar
con situaciones sociales artificialmente aisladas, como una cárcel o una
comunidad experimental). La otra fuente es la vieja creencia de que la descripción
de una situación social debería incluir el estado mental e incluso físico de
todos los implicados (o quizá incluso que debería ser reducible a este estado).
Pero esta creencia es injustificada; es mucho menos justificada incluso que la
exigencia de que la descripción de una reacción química concreta incluya la de
todos los estados atómicos y subatómicos de las partículas elementales
implicadas (aunque la química sea, en efecto reducible a la física). Esta
creencia también muestra la huella de la opinión popular de que las entidades
sociales, como, por ejemplo, las instituciones o asociaciones, son entidades naturales
concretas de la misma manera que una aglomeración de hombres, más que modelos
abstractos construidos para interpretar ciertas relaciones, abstractas y
seleccionadas, entre individuos.
Pero,
de hecho, hay buenas razones, no sólo en
favor de la creencia de que la ciencia social es menos complicada que la
física, sino también en favor de la creencia de que las situaciones sociales
concretas son en general menos complicadas que las situaciones físicas
concretas. Porque en la mayoría, si no en todas las situaciones sociales, hay
un elemento de racionalidad. Es cierto que los seres humanos casi nunca actúan
de una manera totalmente racional (esto es, como lo harían si quisiesen hacer
el mejor uso posible de toda la información que tienen a mano para la obtención
de cualquiera de los fines que contemplen), pero actúan de todas formas más o
menos racionalmente; y esto hace posible la construcción de modelos relativamente
simples de sus acciones e interacciones y el uso de esos modelos como aproximaciones.
Este
último punto me parece que de hecho indica una considerable diferencia
entre las ciencias naturales y las
sociales; quizá la diferencia más importante entre sus métodos, ya que
las otras diferencias importantes, como las dificultades específicas para
llevar a cabo experimentos (véase el final de la sección 24) y para aplicar
métodos cuantitativos (véase más
adelante), son diferencias de grado más que de clase. Me refiero a la
posibilidad de adoptar en las ciencias sociales lo que se puede llamar el
método de la construcción racional o lógica, o quizá el «método cero».[37]
Con
esto quiero significar el método de
construir un modelo en base a una suposición de completa racionalidad (y quizá también sobre la suposición de que poseen
información completa) por parte de todos los individuos implicados, y luego de
estimar la desviación de la conducta real de la gente con respecto a la
conducta modelo, usando esta última como una especie de coordenada cero[38]. Un ejemplo de este
método es la comparación entre la conducta real (bajo la influencia de,
digamos, prejuicios tradicionales, etc.) y la conducta modelo que se habría de
esperar en base a la «pura lógica de la elección»,
como descrita por las ecuaciones de la economía. El interesante artículo de Marschak «Money Illusion», por ejemplo, puede interpretarse de esta forma.[39] Un intento de aplicar el método cero a un campo diferente puede encontrarse en la comparación de P. Sargant Florence entre la «lógica de la operación a gran escala» en
la industria y la «ilógica de la
operación real»[40].
De
paso me gustaría mencionar que ni el principio del individualismo metodológico ni
el método cero de construir modelos
racionales implican, en mi opinión, la adopción de un método psicológico. Por
el contrario, creo que estos principios pueden ser combinados con la opinión[41] de que las ciencias
sociales son relativamente independientes de las presuposiciones psicológicas y
que la psicología puede ser tratada no como la base de todas las ciencias sociales,
sino como una ciencia social entre otras.
Para
concluir esta sección, tengo que mencionar lo que considero como la otra
diferencia importante entre los métodos
de algunas de las ciencias teóricas de la naturaleza y de la sociedad. Me
refiero a las dificultades específicas de la aplicación de métodos
cuantitativos, y especialmente métodos de medición[42]. Algunas de estas dificultades pueden ser superadas, y lo
han sido, por el empleo de métodos estadísticos, por ejemplo, en el análisis de
la demanda. Y tienen que ser superadas si, por ejemplo, se quiere que alguna
de las ecuaciones de la economía matemática pueda servir de base a aplicaciones,
aunque sean meramente cualitativas; porque sin estas mediciones no sabríamos
muchas veces si las consecuencias de signo contrario excedieron o no un efecto
calculado en términos meramente cualitativos. En efecto, consideraciones
meramente cualitativas pueden ser engañosas a veces; tan engañosas, para citar
al profesor Frisch, «como decir que cuando un hombre intenta
remar en un bote hacia adelante, el bote será empujado hacia atrás por la
presión ejercida por sus pies».[43] Pero no se puede dudar
que hay aquí algunas dificultades fundamentales. En física, por ejemplo, los
parámetros de nuestras ecuaciones pueden ser reducidos a un pequeño número de
constantes naturales; una reducción que se ha llevado a cabo con éxito en
muchos casos importantes. Esto no es así en la economía; aquí los parámetros
son ellos mismos, en los casos más importantes, variables de cambio rápido.[44] Esto reduce claramente la
importancia, interpretabilidad y posibilidad de experimentación de nuestras mediciones.
30. Ciencias
teóricas e históricas
La
tesis de la unidad del método científico, cuya aplicación a las ciencias teóricas
acabo de defender, puede extenderse, con ciertas limitaciones, incluso al campo
de las ciencias históricas. Y esto puede hacerse sin abandonar la distinción
fundamental entre las ciencias y las ciencias históricas —por ejemplo, entre la
sociología o teoría económica o teoría política, de una parte, y la historia
política, social y económica, de otra—, una distinción que ha sido tan a menudo
y tan enfáticamente reafirmada por los
mejores historiadores. Es la distinción entre el interés por las leyes
universales y el interés por los hechos
particulares. Quiero defender la
opinión, tantas veces atacada por los historicistas como pasado de moda, de que
la
historia se caracteriza por su interés en acontecimientos ocurridos, singular
es o específicos, más que en leyes o generalizaciones.
Esta
opinión es perfectamente compatible con
el análisis del método científico, y especialmente de la explicación causal,
hecho en las secciones precedentes. La situación es sencillamente ésta:
mientras que las ciencias teóricas se interesan principalmente por la búsqueda
y la experimentación de leyes universales, la ciencias teóricas dan por
sentadas toda clase de leyes universales y se interesan especialmente en la
búsqueda y experimentación de proposiciones singulares. Por ejemplo, dado un
cierto «explicandum» singular —un
acontecimiento singular—, buscarán las condiciones iniciales singulares que
(junto con toda clase de leyes universales, que seguramente serán de poco
interés) explican ese «explicandum».
O también pueden experimentar una hipótesis singular dada, usándola, junto con
otras proposiciones singulares, como condición inicial y deduciendo de estas
condiciones iniciales (otra vez con la ayuda de toda clase de leyes universales
de poco interés) algún nuevo pronóstico que pueda describir un acontecimiento
ocurrido en el distante pasado y que puede ser confrontado con pruebas
empíricas, quizá con documentos o inscripciones, etcétera.
En el sentido propuesto por este análisis, toda explicación causal
de un acontecimiento singular puede decirse histórica en cuanto que la «causa» está siempre descrita por condiciones
iniciales singulares. Y esto concuerda perfectamente con la idea popular de que
explicar algo causalmente es explicar
cómo y por qué
ocurrió, es decir, contar su «historia».
Pero es únicamente en historia donde en realidad nos interesamos por la
explicación causal de un acontecimiento singular. En las ciencias teóricas,
las explicaciones causales de este tipo son principalmente medios para un fin
distinto: la experimentación de leyes universales.
Si
estas consideraciones son correctas, el ardiente interés por las cuestiones de
origen mostrado por algunos evolucionistas e historicistas que desprecian la
historia a la antigua moda y quieren hacer de ella una ciencia teórica está
fuera de lugar. Las cuestiones de origen son cuestiones de cómo y por qué. Tienen una
importancia comparativamente pequeña desde el punto de vista teórico y
normalmente sólo tienen un interés específicamente histórico.
En contra de mi análisis de la explicación
histórica,[45]
se puede argüir que la historia sí que usa leyes universales, a
pesar de la enfática declaración de tantos historiadores de que la historia no
tiene interés alguno por tales leyes. A
esto podemos contestar que un acontecimiento singular es la causa de
otro acontecimiento singular—el cual es su efecto— sólo en relación con alguna
ley universal[46].
Pero estas leyes pueden ser tan triviales, conocimientos tan comunes, que no
necesitamos mencionarlas y raramente advertir su presencia. Si decimos que la
causa de la muerte de Giordano Bruno
fue ser quemado vivo en una pira, no necesitamos mencionar la ley universal de
que todos los seres vivos mueren cuando son expuestos a un calor intenso. Pero nuestra
explicación causal implica tácitamente esta ley.
Entre
las, teorías que el historiador político da por sentadas están, naturalmente, ciertas
teorías de la sociología: la sociología del poder, por ejemplo. Pero el historiador
usa generalmente esas teorías sin darse cuenta de ello. Las usa principalmente,
no como leyes universales que le ayudan a experimentar sus hipótesis
específicas, sino como algo implícito en su terminología. Al hablar de
gobiernos, naciones, ejércitos, usa, normalmente sin advertirlo, los «modelos» que le suministra el análisis
sociológico científico o precientífico (véase la sección anterior).
Puede
notarse que las ciencias históricas no son las únicas que mantienen esta
actitud frente a las leyes universales. Cuandoquiera que nos hallemos ante una
aplicación de la ciencia a un problema singular o específico, nos encontraremos con una situación
semejante. El químico práctico, por ejemplo, cuando quiere analizar un cierto
cuerpo compuesto —digamos, un pedazo de roca—, rara vez considera alguna ley universal.
En vez de esto, aplica, posiblemente sin pensar demasiado en ello, ciertas
técnicas rutinarias que, desde el punto de vista lógico, son experimentos de
hipótesis singulares como «este
cuerpo compuesto contiene azufre». Su interés es principalmente un interés
histórico: la descripción de un grupo de acontecimientos específicos de un
cuerpo físico individual.
Creo
que este análisis resuelve algunas conocidas controversias entre ciertos
estudiantes del método de la historia[47]. Un grupo historicista afirma
que la historia, que no sólo enumera hechos, sino que intenta presentarlos con
alguna forma de conexión causal, tiene que interesarse por la formación de las
leyes históricas, ya que causalidad significa fundamentalmente determinación
por una ley. Otro grupo, que también incluye historicistas, sostiene que
incluso los acontecimientos «únicos»,
acontecimientos que ocurren sólo una vez y no tienen nada «general» en ellos, pueden ser la causa de otros acontecimientos y
que es esta clase de causalidad la que interesa a la historia. Podemos ver
ahora que ambos grupos se equivocan y aciertan parcialmente. Leyes universales
y acontecimientos específicos son ambos necesarios para cualquier explicación
causal, pero, fuera de las ciencias teóricas, las leyes universales normalmente
provocan poco interés.
Esto
nos conduce a la cuestión de la unicidad de los acontecimientos históricos.
En cuanto que nos ocupamos de la explicación histórica de acontecimientos
típicos, tienen éstos necesariamente que ser tratados como típicos, como
pertenecientes a clases o categorías
de acontecimientos. Porque sólo entonces es aplicable el método deductivo de explicación
causal. La historia, sin embargo, no se interesa sólo por la explicación de acontecimientos
específicos, sino también por la descripción de un acontecimiento específico
como tal. Una de sus tareas más importantes es, sin duda alguna, la de describir
los acontecimientos interesantes en su peculiaridad o unicidad; es decir,
incluir aspectos que no intenta explicar causalmente como la concurrencia «accidental» de acontecimientos no
relacionados causalmente entre sí. Estas dos tareas de la historia, el
desenredar los hilos de la causalidad y el describir la manera «accidental» en que se tejen estos hilos,
son ambas necesarias y se suplen la una a la otra; una vez un acontecimiento puede
ser considerado como típico, esto es, desde el punto de vista de su explicación
causal, y otra vez como único.
Estas
consideraciones pueden aplicarse a la cuestión de la novedad, discutida en la
sección 3. La distinción hecha allí entre «novedad
de arreglo o combinación» y «novedad intrínseca»
corresponde a la presente distinción entre el punto de vista de la explicación
causal y el de la apreciación de la única. En cuanto que la novedad puede ser
analizada y predicha racionalmente, nunca puede ser «intrínseca». Esto destruye la doctrina historicista de que las
ciencias sociales deberían aplicarse al problema de predecir la emergencia de acontecimientos
intrínsecamente nuevos; una exigencia que puede decirse se basa en última
instancia en un análisis insuficiente de la predicción y la explicación causal.
31. La
lógica de la situación en histórica. La interpretación histórica
Pero
¿es esto todo? ¿Es que no hay nada
aprovechable en la exigencia historicista de una reforma de la historia, de una
sociología que desempeñe el papel de historia teórica o de una teoría del
desarrollo histórico? (Véanse las secciones 12 y 16). ¿Es que no hay nada en las ideas historicistas de
«períodos»; del «espíritu» o «estilo» de
una época; de tendencias históricas irresistibles; de movimientos que cautivan
las mentes de los individuos y que surgen como una inundación, conduciendo a
los individuos más que siendo conducidos por ellos? Nadie que haya leído, por
ejemplo, las especulaciones de Tolstoi
en La Guerra y la Paz—historicista,
sin duda alguna, pero declarando sus motivos con franqueza—sobre el movimiento
de los hombres del oeste hacia el este y el movimiento contrario de los rusos
hacia el oeste,[48]
puede negar que el historicismo responde a una necesidad real. Hemos de
satisfacer esta necesidad con el ofrecimiento de algo mejor antes que podamos
esperar seriamente el vernos libres del historicismo.
El
historicismo de Tolstoi es una
reacción contra aquel método de escribir la historia que acepta implícitamente
la verdad del principio de la jefatura; un método que atribuye mucho—demasiado,
si Tolstoi tiene razón, como
indudablemente la tiene— al gran hombre, al jefe. Tolstoi intenta mostrar y lo consigue, pienso yo, la poca
influencia de las acciones y decisiones de Napoleón,
Alejandro, Kutúzov y los otros grandes jefes de 1812 frente a lo que se podría
llamar la lógica de los acontecimientos. Tolstoi
señala, con razón, la importancia olvidada pero indudablemente grande de las
decisiones y acciones de los incontables individuos desconocidos que lucharon
en las batallas, que quemaron Moscú y que inventaron la guerra de guerrillas. Pero
él cree que puede ver una especie de necesidad histórica en estos acontecimientos:
el destino, unas leyes históricas o un plan. En su versión del historicismo,
combina el individualismo con el colectivismo metodológico; es decir,
representa una combinación típica—típica de su tiempo y, me temo, del nuestro—
de elementos democrático-individualistas y nacional-colectivistas.
Este
ejemplo nos recordará que hay algunos
elementos aprovechables en el historicismo; es una reacción contra el ingenuo
método de interpretar la historia política meramente como la historia de los
grandes tiranos y los grandes generales. Los historicistas sienten, con razón,
que puede haber algo mejor que este método. Es este sentimiento el que hace tan
seductoras sus ideas de «espíritus»;
de una época, de una nación, de un ejército.
Ahora bien,
no siento ninguna simpatía por esos «espíritus»
—ni por sus prototipos idealistas ni
por sus encarnaciones dialécticas y materialistas— y tienen todas mis simpatías
los que los tratan con desprecio. Y sin embargo, siento que indican, al menos,
la existencia de un vacío, de un lugar que la sociología debe llenar con algo
más inteligente, como, por ejemplo, el análisis de los problemas que nacen de
las tradiciones. Es decir, queda lugar para un análisis más detallado de la Lógica
de las situaciones. Los mejores historiadores han hecho a menudo un uso
más o menos inconsciente de esta concepción: Tolstoi, por ejemplo, cuando describe cómo fue la «necesidad» y no una decisión la que hizo
que el ejército ruso entregase a Moscú sin lucha y se retirase a sitios donde
podía encontrar alimento. Además de esta lógica de la situación, o quizá como
parte de ella; necesitamos algo como un análisis de los movimientos sociales.
Necesitamos estudios, basados en el individualismo metodológico, de las instituciones
sociales que permiten a las ideas extenderse y cautivar a los individuos, de la
forma en que se crean las nuevas tradiciones, de la forma en que las tradiciones
funcionan y desaparecen. En otras palabras, nuestros modelos individualistas e
institucionalistas de entidades colectivas, tales como naciones, o gobiernos, o
mercados, tendrán que ser completados por modelos de situaciones políticas y de
movimientos sociales, tales como el progreso científico e industrial. (Un
esbozo de un análisis del progreso puede encontrarse en la sección siguiente).
Estos modelos podrán luego ser usados por los historiadores, en parte como
otros modelos y en parte para llevar a cabo explicaciones, empleándolos en este
caso como leyes universales. Pero incluso esto no sería bastante; esas
necesidades reales que el historicismo intenta satisfacer quedarían aún insatisfechas.
Si
consideramos las ciencias históricas a la luz de la que puede haber algo mejor que
este método. Es este comparación que hemos hecho entre ellas y las ciencias
sentimiento el que hace tan seductoras sus ideas de teóricas, podremos ver que
su falta de interés por las ciencias sociales las pone en una posición difícil.
Porque en las ciencias teóricas, las leyes, entre otras cosas, actúan como centros
de interés para las observaciones o puntos de vista desde los cuales se hacen las
observaciones. En historia, las leyes universales, que en su mayor parte son
triviales y usadas inconscientemente, no pueden de ninguna forma llevar a cabo
esta función. Hay que buscar otra cosa. Porque indudablemente no puede haber historia
sin un punto de vista; de igual forma que en las ciencias naturales la historia
tiene que ser selectiva, si no quiere ahogarse en un mar de datos pobres y
mal relacionados. El intento de seguir cadenas de causalidad hasta el pasado
remoto no sería de la más mínima ayuda, ya que todo afecto concreto con el que
pudiésemos empezar tiene un gran número de diferentes causas parciales; es
decir, las condiciones iniciales son muy complejas y la mayoría de poco interés
para nosotros.
La
única forma de salir de esta dificultad es, creo yo, introducir conscientemente
un
punto de vista de selección preconcebido en nuestra historia; es
decir , escribir aquella historia que nos interese. Esto no significa
que podamos torcer y falsear los hechos hasta que cuadren con un marco de ideas
preconcebidas o que podamos desdeñar los hechos que no cuadren[49]. Por el contrario, todos
los datos que estén a mano y tengan relación
con nuestro punto de vista deben ser considerados cuidadosa y objetivamente (en
el sentido de «objetividad científica»,
que será discutido en la sección siguiente). Pero también significa que no
tenemos que preocuparnos por todos aquellos hechos y aspectos que no tienen
relación con nuestro punto de vista y que, por tanto, no nos interesan.
Estas actitudes
selectivas desempeñan en el estudio de la historia funciones que son en cierta
forma análogas a las de las teorías en la ciencia. Es, por tanto, comprensible
que a veces se las haya tomado por teorías. Y en efecto, aquellas escasas ideas
que, sirviendo de base a estas actitudes, puedan ser formuladas bajo la forma de
hipótesis
experimentales, ya sean singulares o universales, pueden muy bien ser
tratadas como hipótesis científicas. Pero por regla general, estas «actitudes» o «puntos de vista» históricos no pueden ser experimentados. No
pueden ser refutados, y las confirmaciones aparentes no tienen, por tanto,
ningún valor, aunque sean tan numerosas como las estrellas en el ciclo. Llamaremos
a tal punto de vista selectivo o foco de interés histórico, cuando no pueda ser
formulado como hipótesis experimentable, una interpretación histórica.
El
historicismo confunde a estas
interpretaciones históricas con teorías. Es éste uno de sus errores cardinales.
Es posible, por ejemplo, interpretar a la «historia»
como la historia de la lucha de clases, o de la lucha de las razas por la
supremacía, o la historia de las ideas religiosas, o como la historia de la
lucha entre la sociedad «abierta» y
la «cerrada», o como la historia del progreso
científico o industrial. Todos estos puntos son puntos de vista más o menos
interesantes y, cómo tales, perfectamente admisibles. Pero los historicistas no
los presentan como tales; no ven que hay necesariamente una pluralidad de
interpretaciones que tienen básicamente la misma medida de sugestión y de
arbitrariedad (aunque algunos de ellos puedan ser distinguidos por su fertilidad,
no lo olvidemos). En vez de esto, los presentan como doctrinas o teorías,
afirmando que «toda la historia es la
historia de la lucha de clases», etc. Y si, de hecho, encuentran que su
punto de vista es fértil y que son muchos los hechos que pueden ser
interpretados y ordenados a la luz de éste, lo toman equivocadamente por una
confirmación o incluso una prueba de su doctrina.
Por
otra parte, los historiadores clásicos que acertadamente se oponen a este
procedimiento están expuestos a caer en un error diferente. Como buscan la
objetividad, se sienten obligados a evitar cualquier punto de vista selectivo;
pero ya que esto es imposible, suelen adoptar tales puntos de vista sin darse
cuenta de ello. Esto tiene que desbaratar sus esfuerzos por ser objetivos,
porque es imposible mantener una actitud crítica frente al propio punto de
vista y ser consciente de sus limitaciones, sin advertir que se tiene un punto
de vista.
La salida de este dilema, naturalmente, es la de
ver claramente la necesidad de adoptar un punto de vista; expresar este punto
de vista llanamente, y estar siempre avisado Je que es uno entre muchos y que,
aunque fuese equivalente a una teoría, podría no ser contrastable.
32. La
teoría institucional del progreso
Con el
fin de hacer menos abstractas nuestras consideraciones, intentaré en esta
sección esbozar muy brevemente una teoría del progreso científico e
industrial. Intentaré ejemplificar de esta forma las ideas
desarrolladas en las cuatro últimas secciones; más especialmente la idea de la lógica de la situación y del
individualismo metodológico que no cae en la psicología. Escojo el ejemplo del
progreso científico e industrial porque fue indudablemente este fenómeno el que
inspiró el historicismo moderno del siglo XIX y porque he discutido previamente
algunas de las opiniones de Mill
sobre este asunto.
Comte y Mill,
se recordará, sostenían que el progreso era una tendencia incondicional o absoluta,
que es
reducible a las leyes de la naturaleza humana. «Una ley de sucesión—escribe Comte—, incluso cuando es señalada con toda la autoridad posible por el método
de la observación histórica, no debería
ser admitida definitivamente hasta que no haya sido racionalmente reducida a la
teoría positiva de la naturaleza humana…»[50] Cree que la ley del
progreso es deducible de una tendencia de los individuos que les lleva a
perfeccionar su naturaleza más y más. En todo
esto Mill le sigue enteramente, intentando reducir su ley del
progreso a lo que llama «la progresividad
de la mente humana»[51], cuya primera «fuerza
impelente… es el deseo de aumentar las comodidades materiales». Según Comte y Mill, el carácter incondicional o absoluto de esta tendencia o
cuasi-ley nos permite deducir de ella los primeros pasos o fases de la
historia, sin necesidad de ninguna condición
inicial u observaciones o datos históricos[52]. En principio, el curso
entero de la historia tendría que ser deducible de esta forma; la única dificultad
es, como lo dice Mill, que «una serie tan larga…, compuesto cada término
sucesivo de aún mayor número y variedad de partes, no podría ser computada de
ninguna forma por las facultades humanas».[53]
La debilidad de esta «reducción» de Mill
parece obvia. Incluso si concediésemos las premisas y deducciones de Mill, no se seguiría que el efecto
social o histórico iba a ser importante. El progreso podría, por ejemplo, ser
mínimo y desdeñable, digamos, por pérdidas debidas a un medio ambiente natural
intratable. Además, las premisas están basadas sobre un solo aspecto de la«naturaleza humana», sin considerar otros, como la desmemoria o la
indolencia. Así, donde observamos una condición y estado precisamente contrarios
a los descritos por Mill, podemos
igualmente «reducir» estas
observaciones a la «naturaleza humana».
(¿No es, en efecto, uno de los trucos más populares de las así llamadas teorías
históricas el explicar la decadencia y destrucción de los imperios por rasgos
como la pereza y una tendencia a la gula?) De hecho, muy pocos acontecimientos
habrá que no puedan ser plausiblemente explicados por una llamada a ciertas propensiones
de la «naturaleza humana». Pero un
método capaz de explicar cuanto podría ocurrir no explica nada.
Si
queremos reemplazar esta teoría sorprendentemente ingenua por una más sólida,
tenemos que dar dos pasos. En primer lugar, tenemos que intentar encontrar
condiciones de progreso, y con este fin debemos aplicar los principios
expuestos en la sección 28: debemos intentar imaginar las condiciones bajo las
cuales el progreso se detendría. Esto lleva inmediatamente al descubrimiento de
que una propensión psicológica por sí sola no puede bastar para explicar el
progreso, ya que se pueden encontrar otras condiciones de las cuales éste puede
depender. Por eso, debemos, en segundo lugar, reemplazar la teoría de las propensiones
psicológicas por algo mejor; sugiero que por un análisis institucional (y tecnológico) de las condiciones
del progreso.
¿Cómo podríamos detener
el progreso científico e industrial? Cerrando, o controlando, los laboratorios
de investigación, cerrando o controlando las revistas científicas y otros medios
de discusión, suprimiendo los congresos
y conferencias científicas, suprimiendo las universidades y otras
escuelas, suprimiendo los libros, la imprenta, la palabra escrita y , por fin, la palabra hablada. Todas estas cosas
que, de hecho, podrían ser suprimidas (o controladas) son instituciones sociales.
El lenguaje es una institución social sin la cual el progreso científico es
impensable, ya que sin él no puede haber ni ciencia ni una tradición creciente
y progresiva. Escribir es una institución social, y también lo son las
organizaciones de imprenta y publicación y todos los otros instrumentos
institucionales del método científico. El método científico mismo tiene aspectos
sociales. La ciencia, y más especialmente el progreso científico, son los
resultados no de esfuerzos aislados, sino de la libre competencia del
pensamiento. Porque la ciencia necesita cada vez más competencia entre las
hipótesis, y cada vez más rigor en los experimentos. Y las hipótesis en
competencia necesitan representación personal, por así decirlo: necesitan
abogados, necesitan un jurado incluso un público. Esta representación personal
tiene que estar organizada institucionalmente, si queremos estar seguros de que
funcione. Y estas instituciones deben ser pagadas, deben ser protegidas por la
ley. En último lugar, el progreso depende en gran medida de factores políticos,
de instituciones políticas que salvaguarden la libertad de pensamiento: de la democracia.
Es interesante que lo que normalmente se llama objetividad científica se basa,
hasta cierto punto, en instituciones sociales. La ingenua opinión de que la
objetividad científica se basa en la actitud mental o psicológica del hombre de
ciencia individual, en su educación, cuidado y desinterés científico, genera
como reacción la opinión escéptica de que los hombres de ciencia no pueden
nunca ser objetivos. Según esta opinión, su falta de objetividad será
seguramente desdeñable en las ciencias naturales, en las que sus pasiones no se
excitan, pero en las ciencias sociales, en las que quedan implicados prejuicios
sociales, preferencias de clase e
intereses personales, puede ser fatal. Esta doctrina, desarrollada con todo
detalle por la llamada «Sociología del
Conocimiento» (véanse las secciones 6
y 26), olvida enteramente el carácter social o institucional del conocimiento científico,
porque se basa en la ingenua opinión de que la objetividad depende de la psicología
del hombre de ciencia individual. Olvida el hecho de que ni la sequedad ni la
abstracción de una materia de estudio de las ciencias naturales impide que la parcialidad
y el interés propio influyan en las creencias del hombre de ciencia, y que si
tuviésemos que depender de su desinterés, incluso la ciencia, natural sería
totalmente inhacedera. Lo que la sociología del conocimiento olvida es precisamente
la sociología del conocimiento, el carácter social o público de la ciencia.
Olvida el hecho de que es el carácter público de la ciencia y de sus
instituciones el que impone una disciplina mental sobre el hombre de ciencia
individual y el que salvaguarda la objetividad de la ciencia y su tradición de discutir
críticamente las nuevas ideas[54].
En
relación con esto, quizá podría tocar otra de las doctrinas presentadas en la
sección 6 (Objetividad y valoración). Se sostuvo allí que, como la
investigación científica de problemas sociales tiene necesariamente que influir
en la vida social, es imposible que el sociólogo que advierta esta influencia
mantenga la debida actitud científica de objetividad desinteresada. Pero no hay
nada privativo de la ciencia social en esta situación. Un físico o un ingeniero
físico están en la misma situación. Sin ser un sociólogo, puede darse cuenta de
que el invento de un nuevo avión puede tener una influencia tremenda sobre la sociedad.
Acabo de
esbozar algunas de las condiciones institucionales sobre cuya realización depende
el progreso científico e
industrial. Ahora bien, es importante el darse cuenta de que la mayoría de
estas condiciones no pueden llamarse necesarias y que todas ellas, tomadas conjuntamente,
no son suficientes.
Estas
condiciones no son necesarias, ya que, sin estas instituciones (exceptuándose
quizá el lenguaje), el progreso científico no sería estrictamente imposible.
Después de todo, se ha «progresado», de hecho, de la palabra hablada a la
palabra escrita y aún más allá (aunque este temprano desarrollo no fuese quizá,
hablando en propiedad, desarrollo científico).
De
otra parte, y esto es más importante, debemos darnos cuenta de que con la mejor organización institucional
del mundo el progreso científico quizá se detenga al día. Puede haber, por
ejemplo, una epidemia de misticismo. Esto es ciertamente posible, ya que, si ciertos
intelectuales de hecho reaccionan ante el progreso científico (o la exigencia
de una sociedad abierta) refugiándose en el misticismo, todo el mundo podría en
cierto momento reaccionar de esta forma. Tal posibilidad podría quizá ser prevenida
por la creación de un número adicional de instituciones sociales, tales como instituciones
de educación, cuyo fin fuese el desalentar la uniformidad de opiniones y el alentar
la diversidad. También la idea de progreso y su propagación entusiástica podría
tener algún efecto. Pero todo esto no puede asegurarnos el progreso. Porque no
podemos excluir la posibilidad lógica de, digamos, una bacteria o virus que
extendiese un deseo de Nirvana.
Nos
encontramos, por tanto, con que incluso las mejores instituciones no pueden ser
infalibles. Como he dicho antes, «Las
instituciones son como las fortalezas. Tienen que estar bien proyectadas y
además propiamente guarnecidas de hombres». Nunca podremos estar seguros de
que los hombres adecuados se sentirán atraídos por la investigación científica.
Ni tampoco podemos estar seguros de que habrá hombres de imaginación que tengan
el don de inventar nuevas hipótesis. Y en última instancia, mucho depende de la
pura suerte en estas cosas. Porque la verdad
no está manifiesta y es una equivocación el creer—como lo hicieron Comte y Mill[55]—
que, una vez que se quiten los «obstáculos» (aludían a la Iglesia), la verdad será visible para todos los que sinceramente
quieran verla.
Creo que
el resultado de este análisis puede generalizarse. El factor personal o humano continuará
siendo el factor irracional por
excelencia en la mayoría, o todas, las teorías sociales institucionales. La
doctrina contraria, que enseña la reducción de las teorías sociales a la
psicología de la misma forma que intentamos reducir la química a la física, está,
creo, basada en un malentendido.
Nace de
la falsa creencia de que este «psicologismo
metodológico» es un corolario necesario del individualismo metodológico, en
base a la inatacable doctrina de que debemos intentar entender todos los fenómenos
colectivos como debidos a las acciones, interacciones, fines, esperanzas y
pensamientos de los hombres individuales, y como debidos a las tradiciones creadas
y conservadas por los individuos. Pero podemos ser individualistas sin aceptar
el psicologismo. El «método cero» de
construir modelos racionales no es un método psicológico, sino
más bien un método lógico.
De hecho, la psicología no puede ser la base de
la ciencia social. En primer lugar, porque ella misma es meramente una de las
ciencias sociales: la «naturaleza humana»
varía considerablemente con las instituciones sociales y su estudio; por tanto,
presupone una comprensión de estas instituciones. En segundo lugar, porque las
ciencias sociales se ocupan en gran medida de las repercusiones o consecuencias
no intencionadas de las acciones humanas. Y «no intencionadas» en este contexto no significa «no intencionadas conscientemente», más bien
caracteriza las repercusiones que pueden violar todos los intereses del
que actúa socialmente, ya conscientes o inconscientes: aunque algunas personas
puedan sostener que un gusto por la soledad de las montañas puede explicarse psicológicamente,
el hecho de que si, a demasiadas personas les gustan las montañas, no podrán gozar
de la soledad porque éstas estarán llenas de gente, no es un hecho psicológico;
por el contrario, esta clase de problema está en la raíz misma de la teoría social.
Con
esto hemos llegado a un resultado que contrasta sorprendentemente con el
método, aún de moda, de Comte y de Mill. En vez de reducir las consideraciones
sociológicas a la base aparentemente firme de la psicología de la naturaleza
humana, podríamos decir que el factor humano es, en última instancia, el
elemento incierto y voluble por excelencia de la vida social y
en todas las instituciones sociales. En
efecto, éste es el elemento que en última instancia no puede ser controlado completamente
por las instituciones (como primeramente lo vio Spinoza),[56] pues cualquier intento de
controlarlo completamente tiene que desembocar en la tiranía; esto es, en la
omnipotencia del factor humano, los caprichos de unos pocos hombres o incluso
de uno.
Pero
¿no es posible controlar el factor
humano por la ciencia, polo opuesto del capricho? Sin duda, la biología y la
psicología pueden resolver, o podrán pronto resolver, el «problema de
transformar al hombre». Sin embargo, aquellos que intenten hacer esto destruirán
inevitablemente la objetividad de la ciencia y de esa forma a la ciencia misma,
ya que ambas están basadas en la libre competencia del pensamiento; es decir en la libertad. Si se quiere que
continúe el crecimiento de la razón y que sobreviva la racionalidad humana,
nunca se habrá de intervenir en la diversidad de los individuos y de sus
opiniones, fines y propósitos (excepto en casos extremos, cuando la libertad
política está en peligro). Incluso la llamada, tan satisfactoria
emocionalmente, a una común tarea, por excelente que sea,
es una llamada a abandonar toda rivalidad de opiniones morales y la mutua
crítica y discusión causadas por esas opiniones. Es una llamada a abandonar el pensamiento
racional.
El evolucionista que pide el control
«científico» de la naturaleza humana no advierte lo suicida que es esta
petición. El resorte y motor de la evolución y el progreso es la variedad del material que pueda llegar a ser objeto de
selección. En cuanto concierne a la evolución humana lo es la «libertad de ser singular
y distinto del vecino», «de estar en desacuerdo
con la mayoría y seguir el propio camino».[57] El control balístico, que
llevaría no a la igualación de los derechos humanos, sino a la de las mentes
humanas, significaría el final del progreso.
33. Conclusión. El atractivo emocional del historicismo
El
historicismo es un movimiento muy antiguo. Sus formas más antiguas, tales como las
doctrinas de los ciclos vitales de las ciudades y de las razas, preceden incluso
a la opinión teleológica de que hay propósitos escondidos[58] tras los decretos
aparentemente ciegos del destino. Aunque esta adivinación de propósitos
escondidos está muy alejada de la actitud científica, ha dejado huellas inconfundibles
sobre las teorías historicistas incluso más modernas. Todas las versiones del historicismo
son expresiones de una sensación de estar siendo arrastrado hacia el futuro por
fuerzas irresistibles.
Los
historicistas modernos, sin embargo, parecen no haberse dado cuenta de la antigüedad
de su doctrina. Creen—¿y qué otra cosa podría permitir su deificación del modernismo?—que
su propia versión del historicismo es la última y más audaz realización de la mente humana, una
realización tan sensacionalmente moderna que muy poca gente está lo
suficientemente adelantada para comprenderla. Creen, además, que son ellos los
que han descubierto el problema del cambio, uno de los problemas más viejos de la
metafísica especulativa. Al contrastar su «dinámico»
pensar con el pensar «estático» de todas
las generaciones previas, creen que su propio avance ha sido posible por el hecho
de que ahora estamos «viviendo en una
evolución» que ha acelerado tanto la velocidad de nuestro desarrollo que el
cambio social puede notarse ahora en el espacio de una vida. Esto es,
naturalmente, pura mitología. Han ocurrido revoluciones importantes antes de nuestro
tiempo, y desde los días de Heráclito el cambio ha sido descubierto una y otra vez[59].
El
hecho de presentar una idea tan venerable como audaz y revolucionaria descubre,
creo yo, un conservadurismo inconsciente, y los que contemplamos este gran
entusiasmo por el cambio podemos muy bien preguntarnos si no será sólo una de
las caras de una actitud ambivalente y si no habrá una resistencia interna al
cambio a la que el historicista quiera sobreponerse con este entusiasmo. Si esto
es así, queda explicado el religioso fervor con el que esta vieja y carcomida filosofía
es proclamada como la última y, por tanto, la mayor revelación de la ciencia.
Después de todo, ¿no serán los historicistas
los que tienen miedo del cambio?¿Y no será quizá este temor a cambiar lo que les
hace tan absolutamente incapaces de reaccionar racionalmente ante la crítica y lo
que hace que los demás acojan tan bien sus enseñanzas? Ciertamente parece como si
los historicistas estuviesen intentando compensar la pérdida de un mundo inmutable
aferrándose a la creencia de que el cambio puede ser previsto porque está regido
por una ley inmutable.
[1] Véase F .A. von
Hayek, «Scientism and the Study of Society», Economica,
N. S., vol. IX, especialmente, pág. 269. El profesor Hayek usa el término de «cientifismo» para designar la «servil imitación de los métodos y el
lenguaje de la ciencia». Aquí se usa más bien como un nombre para la
imitación de lo que cierta gente toma equivocadamente como el método y el
lenguaje de la ciencia.
[2] Estoy de acuerdo con el profesor Raven cuando, en su Science, Religion, and the Future (1943), llama a este conflicto «una tormenta en una taza de té victoriana»; aunque la
fuerza de esta observación quede quizá un poco disminuida por la atención que
presta a los vapores que siguen saliendo de la taza, a los Grandes Sistemas de la Filosofía Evolucionista, producidos por Bergson, Whitehead, Smuts y otros.
[3] Sintiéndome algo intimidado por la tendencia de los evolucionistas a acusar de oscurantismo a toda persona que no comparte su actitud emocional hacia el evolucionismo, al que conciben como un «reto atrevido y revolucionario al pensamiento tradicionalista», es mejor que diga aquí que veo en el darwinismo moderno la mejor explicación de los hechos en cuestión. Un buen ejemplo de la actitud emocional de los evolucionistas es la afirmación de C.H. Waddington (Science and Ethics, 1942, pág 17) de que «debemos aceptar la dirección que nos impone la evolución como buena sencillamente porque es buena»; una afirmación que también demuestra que aún es valedero hoy el siguiente revelador comentario del profesor Bernal sobre la controversia darwiniana (ibíd., pág. 115): «No era que la ciencia tuvieseque combatir contra un enemigo externo, la Iglesia; era que la Iglesia estaba dentro de los hombres de ciencia mismos».
[4] Incluso una
proposición como «todos los vertebrados
tienen una pareja común de ascendientes»
no es, a pesar de la palabra «todos» una
ley universal de la Naturaleza; pues se refiere a los vertebrados que existen
sobre la tierra, más que a todos los organismos, de cualquier tiempo o en cualquier
lugar, que tengan esa constitución que
consideramos característica de los vertebrados. Véase mi Logic of Scientific Discovery, sección 14 y sig.
[5] Véase T . H. Huxley, Lay Sermons (1880), pág. 214. La creencia de Huxley en una ley de la evolución es muy sorprendente, dada su
actitud profundamente crítica ante la idea de la existencia de una ley de
progreso (inevitable). La explicación de esta
actitud crítica parece ser que no sólo distinguía nítidamente entre evolución
natural y progreso, sino que sostenía (con razón creo yo) que estas dos cosas
no tienen nada que ver la una con la otra.
Julian Huxley, en su interesante análisis de lo que llama «progreso evolucionario» (Evolution, 1942, págs. 559 y sigs.) me
parece que no añade nada nuevo a esto, aunque aparentemente quiera establecer
un lazo de unión entre la evolución y el progreso. Pues admite que la
evolución, aunque a veces sea «progresiva»,
más frecuentemente no lo es. (Para esto, y para la definición de Huxley de «progreso», véase la nota 26,
pág. 142, de la presente obra). El hecho de que por otra parte todo el
desarrollo «progresivo» sea evolucionario es poco más que una perogrullada.
(Quizá el llamar progresiva—en el sentido que Huxley da a esa palabra—a la sucesión de tipos dominantes, no signifique
más que esto: que llamamos «tipos
dominantes» a aquellos de entre los tipos más afortunados que también son los más «progresivos»).
[6] Véase H. A. L. Fisher, History of Europe, vol. T, pág. VII (bastardilla mía). Véase,
también, F .A.von Hayek, op. cit., Economica, vol. X, pág. 58, que
critica el intento de «encontrar leyes,
cuando la naturaleza del caso impide que sean encontradas, en la sucesión de
los fenómenos históricos únicos y singulares».
[7] Platón describe el ciclo del Gran
Año en El Político; basándose en
la suposición de que vivimos en la estación de la degeneración y decadencia,
aplica esta doctrina en La República
a la evolución de las ciudades griegas, y en Las Leyes al Imperio Persa.
[8] El profesor Toynbee
insiste en que su método es investigar
empíricamente el ciclo vital de veintiún especímenes y pico de la especie
biológica llamada «civilización». Pero
incluso él no parece estar influido, en su adopción de este método, por ningún
deseo de contestar al argumento de Fisher
(citado anteriormente); por lo menos no veo ninguna indicación de un deseo de
esta clase en sus comentarios sobre este argumento, que se contenta con despachar
como una expresión de la «creencia
occidental moderna en la omnipotencia del azar»; véase A Study of History, vol. V, pág. 414. No creo que esta
caracterización haga justicia a Fisher, quien dice a continuación del pasaje
citado: «…La realidad del progreso está
descrita clara y ampliamente en la
página de la Historia; pero el progreso no es una ley de la naturaleza. El
terreno ganado por una generación puede ser perdido por la siguiente».
[9] En biología, la posición es semejante, en cuanto que una multiplicidad de evoluciones (por ejemplo, de géneros diferentes) puede tomarse como una base de generalizaciones.Pero esta comparación de evoluciones ha llevado meramente a la descripción de tipos de procesos evolucionados. La posición es la misma que en la historia social. Quizá encontremos que ciertos tipos de acontecimientos se repiten aquí y allí, pero ninguna ley que describa bien el curso de todos los procesos evolucionados (como una ley de ciclos de evolución), bien el curso de la evolución en general, puede resultar de una comparación de esta clase. (Véase la nota 26, pág.142).
[10] De casi todas las teorías puede decirse que están de acuerdo con muchos hechos: ésta es una de
las razones por las que una teoría sólo puede considerarse corroborada si uno es incapaz de encontrar hechos que la
refuten, en vez de si uno es capaz de encontrar hechos que la apoyen; véase la
sección 29, más adelante, y mi Logic of Scientific Discovery, especialmente
el capítulo VIII. Un ejemplo del procedimiento criticado aquí son las
investigaciones supuestamente empíricas del profesor Toynbee sobre el ciclo vital de lo que él llama las «especies de civilización» (véase nota 8,
pág. 75, de la presente obra). Parece pasar por alto el hecho de que clasifica como
civilizaciones sólo aquellas entidades que están de acuerdo con su creencia a
priori en los ciclos vitales. Por ejemplo, el profesor Toynbee contrasta (op. cit., vol. I, págs. 147 a 149) sus «civilizaciones» con las sociedades primitivas
para establecer su doctrina de que las dos no pueden pertenecer a la misma «especie» aunque pertenezcan al mismo «género». Pero la única base de esta clasificación
es una intuición a priori sobre la naturaleza de las civilizaciones. Esto se puede
ver con su argumento de que las dos son tan claramente diferentes como un
elefante de un conejo, un argumento intuitivo cuya debilidad se hace aparente
si consideramos el caso de un perro san Bernardo y un pekinés. Pero la cuestión, en su totalidad (la de si
las dos pertenecen a la misma especie o no), es inadmisible, pues está basada
en el método cientifista de tratar a las
cosas colectivas como si fuesen cuerpos físicos o biológicos. Aunque este
método ha sido criticado a menudo (véase, por ejemplo, F.A. von
Hayek, Economica, vol. X, págs. 41
y sigs.), estas críticas no han recibido nunca una contestación adecuada.
[11] Toynbee, op. cit., vol, I, pág. 176.
[12] La continuación de un
estado incambiado de movimiento queda naturalmente explicada por la ley de
inercia. Para un ejemplo de un intento típicamente «cientifista» de computar «fuerzas»
políticas con la ayuda del teorema de Pitágoras, véase la nota 10, pág. 77.
[13] La confusión creada al
hablar de «movimiento», «fuerza», «dirección», etc., puede calcularse cuando se considera que Henry Adams, el famoso historiador
americano, creía seriamente poder determinar el curso de la historia fijando la
posición de dos puntos de su trayectoria: el uno colocado en el siglo XIII, el
otro en el momento en que vivió. El mismo dice
de este proyecto: «Con la ayuda de
estos dos puntos…esperaba proyectar sus líneas adelante y hacia atrás
indefinidamente…, ya que—argüía—cualquier niño podría ver que el hombre, como
fuerza, ha de ser medido por su movimiento, desde un punto fijo» (The Education of Henry Adams, 1918,
págs. 434 y sigs). Como un ejemplo más reciente, puedo citar la reflexión de Waddington (Science and Ethics, págs. 17 y sig.) de que «un sistema» es «algo cuya existencia
implica movimiento a lo largo de un camino evolucionado…» y que (págs. 18 y
sig.) «la naturaleza de la contribución
de la ciencia ética… es la revelación
de la naturaleza, del carácter y la dirección del proceso evolucionario en el
mundo, como un todo…».
[14] Véase mi Logic of Scientific Discovery, sección
15, donde se dan razones para
considerar las proposiciones existenciales como metafísicas (en el sentido de
no científicas); véase también la nota 28, pág. 143, de la presente obra.
[15] Una ley, sin embargo, puede afirmar que
bajo ciertas circunstancias (condiciones iniciales) se encontrarán ciertas tendencias;
además, después que una tendencia ha sido explicada de esta forma, es posible
formular una ley correspondiente a la tendencia; véase también la nota 29,
págs. 143-144.
[16] Quizá valga la pena
señalar que la economía del equilibrio es indudablemente dinámica (en el sentido «razonable» como opuesto al sentido «comtiano» de este término), aunque el
tiempo no tome parte en la ecuación. Pues esta teoría no afirma que el equilibrio
se consiga en ninguna parte; solo afirma que todo desequilibrio (y están ocurriendo
desequilibrios todo el tiempo) es seguido por un reajuste, por un «movimiento» hacia el equilibrio. En física,
la estática es la teoría de los equilibrios y no de los movimientos hacia el
equilibrio; un sistema estático no se mueve.
[17] Mill, Logic, Libro VI, cap. X, sección 3. Para la teoría de Mill de los «efectos progresivos» en general, véase también Libro III, cap. XV, sección 2 y sig.
[18] Mill parece olvidar el hecho
de que sólo las más simples secuencias aritméticas y geométricas son tales que
«unos pocos términos» basten para
determinar «su principio». Es fácil construir
secuencias aritméticas más complicadas, en las cuales miles de términos no
bastarían para descubrir su ley de construcción, aunque se sepa que tal ley existe.
[19] Para las
aproximaciones que más se acercan a tales
leyes, véase la sección 28, especialmente la nota 29, págs.143 y 144.
[20] Véase Mill, op. cit. Mill distingue dos sentidos de la palabra «progreso»; en el sentido más amplio está opuesta al cambio cíclico, pero no implica mejoría. (Discute el «cambio progresivo» en el sentido mencionado más completamente en op. cit., Libro III, cap. XV). En el sentido más estrecho, implica mejoría. Enseña que la persistencia del progreso, en el sentido más amplio, es una cuestión de método (esto no lo entiendo), y en el sentido más estrecho un teorema de sociología.
[21] En muchos escritos
historicistas y evolucionistas es a menudo imposible descubrir dónde termina la metáfora y dónde empieza en serio la teoría.
(Véanse, por ejemplo, las notas 10 y 13,
págs. 125 y 129). Y debemos incluso estar preparados ante la posibilidad de que
ciertos historicistas lleguen a negar que haya diferencia entre
metáfora y teoría. Considérese, por ejemplo, la siguiente cita de los escritos
de la psicoanalista Karin Stephen: «Concedo que la explicación moderna que he
intentado proponer aún no sea más que una metáfora… No creo que debamos avergonzarnos… porque las hipótesis
científicas están de hecho todas basadas en la metáfora ¿Qué otra cosa es, si
no, la teoría ondulatoria de la luz…?» (Cfr. Waddington, Science and Ethics,
pág. 80; véase también la pág. 76, sobre la gravedad). Si el método de la
ciencia aún fuese el del esencialismo, es decir , el método de preguntar «¿qué es esto?» (cfr. la sección 10, anteriormente), y si la
teoría ondulatoria de la luz fuese una doctrina esencialista de que la luz es
movimiento de ondas u olas, esta reflexión estaría justificada. Pero de hecho,
una de las diferencias centrales entre el psicoanálisis y la teoría ondulatoria
de la luz es que mientras que el Primero es aún ampliamente esencialista y
metafórico, la segunda no lo es.
[22] Esta cita y la
siguiente son de Mill, Logic, Libro VI, cap. X, sección 3. Considero que la expresión «ley empírica» (usada por Mill
como nombre de una ley con un grado de generalidad bajo) es desgraciada, porque todas las leyes científicas son empíricas:
todas se aceptan o rechazan en base a
pruebas empíricas. (Para las «leyes
empíricas» de Mill, véase
también op. cit., Libro III, capítulo VI, y Libro VI, capítulo V , sección 1.) La
distinción de Mill ha sido aceptada
por C. Menger, quien opone «leyes exactas» a «leyes empíricas»; véase The
Collected Works, vol. II, págs. 38 y sigs. y 259 y sigs.
[23] Véase Mill, op. cit., Libro VI, cap. X,
sección 4 Véase también Comte, Cours de philosophie positive, IV , pág.
335.
[24] Mill, op. cit., Libro III, cap. XII, sección 1. Para la «derivación» o «deducción inversa» de lo que él mismo llama «leyes
empíricas»; véase también lib.
cit., cap. XVI, sección 2.
[25] Este párrafo, que contiene el análisis de la explicación causal de un determinado
acontecimiento, es cita casi textual de mi Logic
of Scientific Discovery, sección 12. Ahora me inclino a sugerir una definición
de «causa» sobre la base de la semántica de Tarski (que no conocía cuando se
escribió ese libro), de la forma siguiente: el acontecimiento (singular) A se
llama la causa del acontecimiento (singular) B si, y sólo si, de un conjunto de
proposiciones universales ver daderas (leyes de la naturaleza) se sigue una
implicación material, cuyo implicante designa a A y cuyo implicado designa a B. De forma semejante podríamos
definir el concepto de «causa
científicamente aceptada». Para el concepto semántico de designación, véase
Carnap, Introduction to Semantics (1942). Parece que la definición más
arriba expuesta podría ser mejorada por el uso de lo que Carnap
llama «conceptos absolutos». Para
algunas observaciones históricas referentes al problema de causa, véase la nota
7 del capítulo 25 de mi libro La sociedad
abierta y sus enemigos.
[26] Para una discusión de
las tendencias evolucionarías,
véase J. Huxley, Evolution (1942), cap. IX. En cuanto a
la teoría del Progreso Evolucionario de
Huxley (op. cit., cap. X), me parece
que todo lo que razonablemente puede afirmarse es esto: la tendencia general
hacia una creciente variedad de formas, etc., deja lugar de todas maneras para
la afirmación de que el progreso (la definición de Huxley se discute más abajo) a veces tiene lugar y a veces no; que
la evolución de algunas de las formas es, a veces, progresiva, mientras que la
de la mayoría no lo es; y que no hay razón general por la que debamos esperar que en el futuro
aparecerán formas que hayan progresado más aún. (Cfr. la afirmación de Huxley —op. cit., pág. 571—de que si el
hombre desapareciese sería casi absolutamente improbable que hubiese más
progreso. Aunque sus argumentos no me convencen, implican algo con lo que me
inclino a estar de acuerdo; a saber, que el progreso biológico es, en cierta
manera, algo accidental). En cuanto a la definición de Huxley de progreso como una creciente eficacia biológica en todos
los terrenos, es decir, un creciente control sobre el medio ambiente y una
creciente independencia de él, me da la impresión de que ha conseguido, en efecto,
expresar adecuadamente las intenciones
de muchos de los que ha usado este término. Además, los términos definidores
mismos no son, lo admito, antropocéntricos; no contienen un juicio de valor. Y
, sin embargo, el llamar «progreso» a una creciente eficacia o control me
parece que expresa un juicio de valor; expresa la creencia de que la eficacia o
el control son buenos, y que la expansión de la vida y su creciente conquista
de la materia muerta es deseable. Pero es ciertamente posible adoptar valores
muy distintos. No creo, por tanto, que la aserción de Huxley de haber dado una «definición
objetiva» del progreso evolucionario, libre de antropomorfismo y de juicios de valor sea
sostenible. (Véase op. cit., pág. 559 también
la pág. 565, discutiendo la opinión de J.B.S.
Haldane de que la idea de progreso es antropocéntrica).
[27] El que en el caso de Mill sea esta confusión la principal
responsable de su creencia en la existencia de lo que llamo «tendencias absolutas», se puede ver analizado
su Logic, Libro III, capítulo XVI.
[28] Hay algunas razones lógicas para describir la
creencia en una tendencia absoluta, como
metafísica o no-científica (cfr. nota 14, pág. 130). Tales tendencias pueden ser
formuladas por medio de proposiciones existenciales no-específica o
generalizadas. («Existe tal y tal
tendencia»), que no podemos experimentar, ya que ninguna observación de que
ha habido una desviación de la tendencia puede refutar a esta proposición; pues
siempre podemos esperar que, «a la larga»,
con desviaciones en la dirección contraria, volverán las cosas a su sitio
[29] Si conseguimos
determinar la condición específica suficiente o completa, de la específica
tendencia, podemos formular la ley universal: «Cuando quiera que haya condiciones de la clase c, habrá una tendencia
de la clase t». La idea es intachable desde el punto de vista lógico; pero
es muy diferente de la idea de Comte
y de Mill de una ley de sucesión
que, como tendencia absoluta, o como la
ley de una secuencia matemática, caracterice la corriente general de los
acontecimientos. Además ¿cómo podríamos determinar que nuestras condiciones son
suficientes? O lo que equivale a lo mismo, t ¿cómo podríamos experimentar una
ley que tuviese la forma indicada más arriba? (No debemos olvidar que estamos
discutiendo la posición b) de la sección 27, que implica la afirmación de que la tendencia puede ser experimentada).
Para experimentar tal ley tenemos que intentar encontrar condiciones bajo las
cuales la tendencia no se mantiene; con este fin intentaremos mostrar que las
condiciones de la clase c son insuficientes, y que, incluso en su presencia,
una tendencia como no siempre tiene lugar. (Si nuestros mejores esfuerzos para
mostrar esto fracasan, quizá estemos justificados en decir que dicha ley ha
sido corroborada). Un Método como este (esbozado en la sección 32) sería
intachable. Pero no se puede aplicar a las tendencias absolutas del
historicista; son ingredientes necesarios y omnipotentes de la vida social, y no
pueden ser eliminados por ninguna modificación de las condiciones sociales.
(Podemos ver aquí otra vez el carácter «metafísico»
de la creencia en tendencias que no son específicas, tales como las tendencias generales:
las proposiciones que expresan tal creencia no pueden ser experimentadas; véase
también la nota anterior).
[30] Véase V. Kraft, Die
Grundformen der wissenscbaftlichen Methoden (1925).
[31] Véase mi Logic of Scientific Discovery, sobre
la que se basa la presente sección, especialmente la doctrina de experimentos
por medio de la deducción («deductivismo»)
y la redundancia de cualquier «inducción» adicional, ya que las teorías siempre
retienen su carácter hipotético («hipoteticismo»),
y doctrina de que los experimentos científicos son genuinos intentos de refutar
las teorías («eliminacionismo»); véase
también la discusión de la experimentabilidad y la refutabilidad. La oposición aquí
apuntada entre el deductivismo y el ínductivismo, corresponde en ciertos
respectos a la distinción clásica entre el racionalismo y el empirismo. Descartes era un deductivista, ya que
concebía todas las ciencias como sistemas deductivos, mientras que todos los empiristas
ingleses,
de Bacon
en adelante, concebían las
ciencias como colecciones de observaciones de las cuales se obtienen
generalizaciones por inducción. Pero Descartes
creía que los principios, las premisas de los sistemas deductivos tienen que
ser seguros y evidentes, «claros y
distintos». Estaban basados en una penetración y clarividencia de la razón.
(Son válidos sintéticamente y a priori,
en lenguaje kantiano). En oposición a esto, yo las concibo como conjeturas de
carácter tentativo, es decir, hipótesis. Estas hipótesis, sostengo, tienen que
ser en principio refutables: es aquí donde me desvío de los dos grandes
deductivistas modernos. Henri Poincaré
y Pierre Duhem. Poincaré y Duhem
reconocían ambos la imposibilidad de concebir las teorías de la física como generalizaciones
inductivas. Se dieron cuenta de que las mediciones observadas, que forman el punto de partida de las
generalizaciones, son, por el contrario,
interpretaciones hechas a la luz de las teorías. Y rechazaron no sólo el inductivismo, sino también la creencia
racionalista en unos principios o axiomas sintéticos a priori, válidos. Poincaré los interpretó como
analíticamente verdaderos, como definiciones; Duhem los
interpretó como instrumentos (como lo hicieron el cardenal Belarmino y el obispo
Berkeley), como medios para la ordenación de leyes experimentales (creía que
las leyes experimentales se obtenían por inducción). Entendidas de esta forma,
las teorías no pueden contener ni información verdadera ni falsa:
no son sino instrumentos, ya que sólo pueden ser convenientes o
inconvenientes, económicas o ineconómicas; sutiles y flexibles, o, por el
contrario, chirriantes y toscas. (Así, dice Duhem, siguiendo a Berkeley, no puede haber razones lógicas por las
que dos o más teorías que se contradigan entre sí no deban ser aceptadas al
tiempo). Estoy plenamente de acuerdo con estos dos grandes autores en rechazar
el inductivismo tanto como la creencia en la validez sintética a priori de las
teorías físicas. Pero no puedo aceptar su opinión de que es imposible someter
un sistema teórico a experimentos empíricos. Algunos de ellos son experimentables,
creo yo; es decir, refutables en principio; son, por lo tanto, sintéticos (más
que analíticos); empíricos (más. que a priori); e informativos (más que puramente instrumentales). En cuanto a la
famosa crítica de Duhem de los
experimentos cruciales, únicamente muestra que los experimentos cruciales nunca
pueden probar o establecer una teoría; pero en ningún sitio muestra que los
experimentos cruciales no puedan refutar una teoría. Ciertamente, Duhem tiene razón cuando dice que sólo
podemos experimentar sistemas teóricos grandes y complejos y no hipótesis
aisladas; pero si experimentamos dos sistemas de esta clase que sólo difieran
en una hipótesis, y podemos escogitar experimentos que refutan el primer
sistema, mientras dejan al segundo muy bien corroborado, estaremos entonces en
terreno razonablemente firme cuando atribuyamos el fracaso del primer sistema a
esa hipótesis por la que difiere del otro.
[32] Para un ejemplo sorprendente
de la forma en que, incluso las observaciones botánicas están dirigidas por la teoría
(o incluso influidas por prejuicios), véase O. Frankel, «Cytology and
Taxonomy of Hebe, etc.», en Nature, vol. 147 (1941), pág. 117.
[33] Compárese con este párrafo y el siguiente, F.A.von Hayek, «Cientifismo y el Estudio de la Sociedad», partes I y II; Economica,
volúmenes IX y X, donde se critica el colectivismo y se discute con
detalle el individualismo metodológico.
[34] Para los dos pasajes
véase Economicá, vol. IX, pág. 289 y
sig. (bastardilla mía).
[35] Cfr . Erkenntnis, III, pág. 426 y sigs. y Logik der forschung, 1935, cuyo subtítulo puede traducirse: «De la Epistemología a las Ciencias Naturales».
[36] Un argumento algo semejante puede encontrarse en C. Menger, Collected Works, vol. II (1883 y 1933),
págs. 259-260.
[37] Véase la «hipótesis nula» discutida en J. Marschak, «Money Illusion and Demand Analysis», en The Review of Economic Statistics, vol. XXV , pág. 40. El método
aquí descrito parece coincidir parcialmente con lo que ha sido llamado por el
profesor Hayek siguiendo a K. Menger , el método «de composición».
[38] Incluso aquí se puede
decir , quizá, que el uso de modelos
racionales o «lógicos» en las ciencias sociales,
o del «método cero», tiene un vago paralelo en las ciencias naturales, especialmente
en biología y en termodinámica (la construcción de modelos mecánicos, y de
modelos fisiológicos de procesos y órganos). (Cfr . el uso de los métodos de
variación).
[39] Véase J. Marschak, op. cit.
[40] Véase P. Sargant Florence, The Logic of Industrial Organization (1933).
[41] Esta opinión se desarrolla
más plenamente en el capítulo 14 de mi Sociedad
abierta.
[42] Estas dificultades son
discutidas por el profesor Hayek,
op. cit., págs. 290 y sigs.
[43] Véase Econométrica, I (1933), págs.1 y sigs
[44] Véase Lionel Robbins, en Economica, vol. V, especialmente pág. 351
[45] Mi análisis puede contrastarse con el de Morton G. White «Historical Explanation» (Mind, N. S., vol. 52, págs.212 y sigs.),
que basa su análisis de mi teoría de la explicación causal en una reproducción
que de esta hace un artículo de C. G.
Hempel. Sin embargo, llega a resultados muy diferentes. Pasando por alto el
interés característico del historiador por los acontecimientos singulares,
sugiere que una explicación es «histórica» si está caracterizada por el uso de
términos sociológicos (y teorías sociológicas).
[46] Esto lo ha visto Max Weber. Su observación de la pág.
179, de su Ges. Schr. zur
Wissenschaftslehre (1922) es la anticipación que en mi conocimiento más se
acerca al análisis ofrecido aquí. Pero se equivoca, creo yo, cuando sugiere que
la diferencia entre las ciencias teóricas e históricas está en el grado de
generalidad de las leyes usadas.
[47] Véase, por ejemplo,
Weber , op. cit., págs. 8 y sig., 44 y sig., 48, 215 y sigs., 233 y sigs.
[48] Esto anticipa los
problemas laboriosamente estudiados, pero no resueltos, por el Profesor Toynbee.
[49] Para una crítica de la
«doctrina… de que todo conocimiento
histórico es relativo», véase Hayek,
en Economica, vol. X, páginas 55 y
sigs.
[50] Comte, Cours de phílosophíe
positive, IV , pág. 335
[51] Mill, Logic, Libro VI,
cap. X, sección 3; la cita siguiente
es de la sección 6, donde la teoría está expuesta con más detalle.
[52] Comte, op. cit., IV , pág. 345.
[53] Mill, loc. cit., sección 4.
[55] Una crítica más
completa de la llamada «Sociología del
Conocimiento» se encontrará en el capítulo 23 de mi Sociedad abierta y sus enemigos. El problema de la objetividad
científica, y su dependencia de la crítica racional y la experimentabilidad
apreciable por los diversos sujetos (intersubjetiva más que objetiva), también
se discute allí en el capítulo 24, y , desde un punto de vista algo diferente,
en mi Logic of Scientific Discovery
[56] Véase la nota 46.
[57] Véase Waddington (The Scientific Attitude, 1941, págs. 111 y 112), quien a pesar de su evolucionismo. Y su ética científica niega que esta libertad tenga ningún «valor científico». Este pasaje es criticado por Hayek en su The Road to Serfdom, pág. 143.
[58] La mejor crítica inmanente de la doctrina teleológica que yo conozca (y es una crítica que adopta el punto de vista religioso y , especialmente, la doctrina de la creación), está contenida en el último capítulo del libro de M. B. Foster The Political Philosophies of Plato and Hegel.
[59] Véase mi libro La sociedad abierta y sus enemigos, especialmente el cap. 2 y sig,,
también el capítulo 10, donde se sostiene que es la pérdida del mundo inmóvil
de la primitiva sociedad cerrada la responsable, parcialmente, de la tensión y
cansancio producidos por la civilización, y de la inmediata aceptación de los
falso consuelos del totalitarismo y del historicismo.
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